**El Siervo Fiel: Una Historia Basada en Isaías 50**
El sol se alzaba sobre Jerusalén, bañando las estrechas calles de la ciudad con una luz dorada que parecía filtrarse entre las grietas de las antiguas murallas. En medio del bullicio matutino, donde los mercaderes preparaban sus puestos y los sacerdotes se dirigían al templo, un hombre caminaba con paso firme. Su nombre no resonaba con grandeza entre los nobles, ni era temido por los poderosos, pero llevaba en su corazón un mensaje divino que pronto sería revelado.
Este hombre era el Siervo del Señor, escogido desde antes de su nacimiento para una misión que muchos no entenderían. Sus ropas, sencillas y gastadas por el tiempo, contrastaban con la autoridad que emanaba de sus palabras. Cada mañana, antes de que la ciudad despertara, se retiraba a un lugar solitario para escuchar la voz de su Padre.
—¡Despierta cada mañana, mi oído, para escuchar como discípulo! —murmuraba, recordando las palabras del profeta Isaías.
Y el Señor, fiel a su promesa, le hablaba con claridad, instruyéndole en el camino que debía seguir. No eran palabras duras ni lejanas, sino un diálogo íntimo, como el de un padre que enseña a su hijo.
Pero no todos recibían su mensaje con alegría. En las sinagogas, los maestros de la ley fruncían el ceño ante sus enseñanzas.
—¿Quién es este que se atreve a hablar en nombre del Señor sin nuestra autorización? —murmuraban entre dientes.
Y aunque las palabras del Siervo eran como agua fresca para los sedientos de justicia, los corazones endurecidos de muchos se negaban a aceptarlas. Pronto, la oposición creció. Algunos comenzaron a insultarlo, otros a difamarlo, y los más violentos lo golpeaban sin piedad.
Una tarde, mientras enseñaba cerca del mercado, un grupo de hombres lo rodeó con miradas llenas de odio.
—¡Basta ya de tus palabras! —gritó uno de ellos, escupiendo en su rostro.
El Siervo no respondió con ira. En lugar de eso, inclinó la cabeza, permitiendo que el insulto cayera sobre él sin resistencia. Otro hombre se acercó y le arrancó violentamente la túnica, dejando su espalda descubierta.
—¡Vamos, golpéenlo! ¡Que aprenda a callar!
Los látigos silbaron en el aire antes de estrellarse contra su piel, dejando marcas sangrantes. Pero el Siervo, aunque el dolor lo atravesaba como fuego, no abrió su boca para maldecir. En su corazón, una certeza lo sostenía: *El Señor Dios me ayuda, por eso no seré humillado*.
Mientras la multitud se burlaba, él fijaba su mirada más allá de ellos, hacia el propósito que el Padre le había encomendado. Sabía que su sufrimiento no era en vano. Aunque ahora lo despreciaran, llegaría el día en que muchos reconocerían la verdad de sus palabras.
Al caer la noche, cuando sus enemigos se cansaron de golpearlo, lo dejaron tirado en el polvo. Con esfuerzo, se levantó, apoyándose en una pared cercana. Su cuerpo estaba magullado, pero su espíritu permanecía inquebrantable.
—Los que caminan en tinieblas, sin lámpara que los guíe, confían en sus propios nombres y en sus falsos dioses —susurró con voz serena—. Pero yo sé que mi Redentor vive, y al final se levantará como la luz de la mañana.
Y así, paso a paso, el Siervo continuó su camino, llevando sobre sí el peso de una misión que cambiaría el curso de la historia. Porque aunque los hombres lo rechazaran, Dios lo sostenía con su mano derecha, y nadie podría declararlo culpable.
**Fin**
*Esta historia se basa en Isaías 50, donde el Siervo del Señor sufre por obedecer a Dios, confiando en que Él lo vindicará. Aunque originalmente puede referirse al pueblo de Israel o al profeta, también apunta al Mesías, quien cumpliría plenamente este papel de sufrimiento y redención.*