Biblia Sagrada

**El Refugio del Altísimo: La Fe de Eliab** (48 characters) Alternativa más corta: **La Promesa del Salmo 91** (24 characters) Otra opción: **Eliab y el Abrigo Divino** (22 characters) El primero conserva el nombre original pero añade contexto, manteniéndose bajo el límite. Todos eliminan símbolos y comillas como solicitaste.

**El Refugio del Altísimo**

En los días del rey Ezequías, cuando las sombras de la guerra y la pestilencia amenazaban los reinos de la tierra, había un hombre llamado Eliab, cuyo nombre significaba «Dios es mi padre». Vivía en una aldea cercana a Jerusalén, en las colinas de Judá, donde los olivos se mecían bajo el viento como si sus ramas susurraran oraciones.

Eliab no era un guerrero ni un príncipe, sino un pastor que cuidaba de su pequeño rebaño con manos callosas y un corazón lleno de fe. Desde niño, su abuelo le había enseñado las palabras del salmo 91, grabándolas en su alma como surcos en la tierra fértil: *»El que habita al abrigo del Altísimo, morará bajo la sombra del Omnipotente»*.

Una noche, mientras las estrellas titilaban como lámparas celestiales, Eliab escuchó rumores que helaron su sangre: los asirios, fieros como leones hambrientos, marchaban hacia Judá, dejando tras de sí ciudades reducidas a cenizas. El rey Ezequías había ordenado a los aldeanos refugiarse tras los muros de Jerusalén, pero Eliab dudaba.

—¿Por qué temeré? —murmuró, acariciando el bordón de madera de olivo—. El Señor es mi fortaleza.

Mientras otros huían, él se quedó, confiando en la promesa divina: *»No temerás el terror nocturno, ni la saeta que vuele de día»*. Esa misma tarde, un grupo de mercenarios asirios, separados del ejército principal, irrumpió en la aldea como tormenta repentina. Las casas fueron saqueadas, y el humo se elevó al cielo como ofrenda perversa.

Pero Eliab, en lugar de correr, se refugió en una cueva cercana, donde solía orar. Era un lugar estrecho, pero en su corazón resonaban las palabras: *»Con sus plumas te cubrirá, y debajo de sus alas estarás seguro»*. Los soldados pasaron de largo, ciegos a su escondite, como si una mano invisible los hubiera desviado.

Días después, la pestilencia llegó. Una enfermedad misteriosa y letal se extendió entre las tropas asirias, y el ejército que una vez sembró el terror cayó como espiga segada. Mientras tanto, Eliab y su rebaño permanecieron sanos. Cada mañana, al salir el sol, él alzaba su voz: *»Porque él mandará a sus ángeles que te guarden en todos tus caminos»*.

Con el tiempo, la paz regresó a Judá, y los aldeanos, al volver, encontraron a Eliab intacto, su fe más fuerte que nunca.

—¿Cómo sobreviviste? —le preguntó un vecino, asombrado.

Eliab sonrió, señalando hacia los cielos.

—Porque conocí el nombre del Señor. Él me respondió.

Y así, la promesa del salmo se cumplió una vez más: *»Lo libraré, porque en mí confió»*.

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