**La Visión de las Cámaras Sagradas**
El sol comenzaba a declinar sobre el horizonte, teñiendo el cielo de tonalidades doradas y púrpuras, cuando el Espíritu del Señor me llevó nuevamente al atrio exterior del templo. Mi corazón latía con reverencia mientras contemplaba la majestuosidad de aquel lugar santo, donde la presencia de Dios se manifestaba con poder.
Frente a mí se alzaba un edificio imponente, situado al norte del templo, separado del atrio interior por un corredor amplio. El ángel que me guiaba, cuyo rostro brillaba como el bronce pulido, extendió su mano y me dijo:
—Ezequiel, hijo de hombre, mira con atención estas cámaras santas, porque en ellas se guardarán las ofrendas más sagradas: las oblaciones, las ofrendas por el pecado y por la culpa. Este es el lugar donde los sacerdotes, los hijos de Sadoc, que han permanecido fieles al Señor, se acercarán para vestirse con las vestiduras sagradas antes de ministrar en el santuario.
Observé con detenimiento la estructura. El edificio medía cien codos de largo y cincuenta de ancho, con tres pisos que se alzaban en perfecta simetría. Las cámaras estaban dispuestas en hileras, una sobre otra, conectadas por pasillos y escaleras que ascendían en forma ordenada. Las paredes eran de piedra labrada, pulidas hasta reflejar la luz del atardecer, y las puertas, de madera de cedro, talladas con querubines y palmeras, símbolos de la gloria y la vida que emanan de Dios.
El ángel me condujo hacia el frente del edificio, donde un pórtico se extendía a lo largo de la fachada. Allí, columnas robustas sostenían un techo adornado con grabados de flores y granadas, recordando la fertilidad y la bendición divina. Al entrar, percibí un aroma a incienso y aceite sagrado que impregnaba el aire, señal de que este lugar estaba consagrado exclusivamente para el servicio del Altísimo.
—Fíjate en los muros —dijo el ángel—. Son más gruesos en la base y se estrechan hacia arriba, para dar firmeza a la estructura. Así es la justicia del Señor: inconmovible en su fundamento, perfecta en su diseño.
Avanzamos hacia el interior, donde las cámaras se sucedían en perfecto orden. Cada una tenía su función específica: algunas almacenaban los utensilios del altar, otras las vestiduras sacerdotales, y las más interiores guardaban las ofrendas que el pueblo traía en expiación por sus pecados. El ángel señaló una puerta al final del corredor.
—Esta es la cámara más santa —explicó—. Aquí solo entran los sacerdotes que han sido purificados, porque lo que se consagra a Dios no debe mezclarse con lo profano.
Mientras recorríamos el lugar, noté que las ventanas estaban dispuestas de manera que permitían la entrada de luz, pero con celosías que impedían que miradas indiscretas profanaran la santidad del recinto. Todo estaba diseñado para honrar la separación entre lo sagrado y lo común, enseñando al pueblo que acercarse a Dios requiere pureza y reverencia.
Al salir, el ángel me llevó hacia el atrio exterior, donde el contraste entre lo santo y lo mundano se hacía evidente.
—Mira, Ezequiel —dijo con solemnidad—. Estas cámaras son un recordatorio de que Dios habita en medio de su pueblo, pero también de que su santidad exige obediencia. Israel ha profanado mis santuarios en el pasado, pero en los días venideros, cuando el verdadero templo sea establecido, todo será restaurado según mi diseño perfecto.
Mientras las últimas luces del día se desvanecían, sentí el peso de aquellas palabras. El Señor no solo revelaba la estructura de un edificio, sino el corazón de su pacto: un llamado a la santidad, a la separación del pecado, y a la adoración que nace de un corazón rendido ante su gloria.
Y así, con el eco de la visión grabado en mi espíritu, supe que estas cámaras no eran solo piedras y maderas, sino símbolos eternos de la morada de Dios entre los hombres.