**La Ciudad de Refugio: Una Historia de Misericordia y Justicia**
En los días cuando Israel acababa de cruzar el Jordán y se establecía en la tierra prometida, Moisés, el siervo del Señor, reunió a los ancianos y a los jueces de las tribus para recordarles las leyes que Dios había establecido. Entre ellas, una de las más importantes era la ordenanza sobre las ciudades de refugio.
El sol caía a plomo sobre las colinas de Judá mientras el pueblo se congregaba alrededor de Moisés. Con voz solemne, el profeta comenzó a explicar:
—El Señor, nuestro Dios, es justo y misericordioso. Por eso, Él ha mandado que designemos ciudades de refugio, lugares santos donde el que haya matado a otro sin intención pueda hallar protección.
Entre la multitud, un joven llamado Eleazar escuchaba con atención. Era un labrador, fuerte y trabajador, conocido por su bondad. Pero aquel día, su vida cambiaría para siempre.
### **El Accidente Fatal**
Una mañana, mientras Eleazar y su vecino, Talmai, trabajaban en el campo, decidieron talar un árbol viejo que amenazaba con caer sobre el camino. Con esfuerzo, comenzaron a cortar su grueso tronco. Eleazar, sudando bajo el calor, golpeaba con fuerza el hacha mientras Talmai sostenía las ramas.
De repente, el árbol crujió de manera inesperada. Eleazar gritó una advertencia, pero era demasiado tarde. El tronco se desplomó violentamente, y el filo del hacha se soltó del mango, volando como una flecha mortal. Talmai, sin tiempo para reaccionar, cayó al suelo, herido de muerte.
Eleazar corrió hacia él, pero ya no había nada que hacer. Con manos temblorosas y el corazón destrozado, miró el cuerpo sin vida de su amigo.
—¡No fue mi intención! —gritó desesperado, pero los testigos que llegaron al lugar lo miraban con recelo.
### **La Huida Hacia la Ciudad de Refugio**
Sabía que, según la ley, el pariente más cercano del difunto—el vengador de la sangre—podría buscarlo para darle muerte. Aunque no había querido matar a Talmai, el dolor de la familia podría nublar su juicio.
Recordando las palabras de Moisés, Eleazar no dudó. Dejó todo atrás y corrió hacia la ciudad de refugio más cercana: Quedes, en la tierra de Neftalí. Sus pies sangraban por el camino pedregoso, pero el miedo lo impulsaba a no detenerse.
A lo lejos, divisó las murallas de la ciudad. Con el último aliento, llegó a la puerta y se arrojó ante los ancianos, jadeando.
—¡Ayudadme! ¡He matado a un hombre sin querer!
Los jueces lo escucharon con atención, examinando su historia. No había odio en sus palabras, ni señal de premeditación. Era un accidente, tal como la ley contemplaba.
### **El Juicio Justo**
Mientras tanto, el hermano de Talmai, un hombre llamado Jafet, juró vengar la muerte de su familiar. Armado con una espada, siguió el rastro de Eleazar hasta Quedes. Pero al llegar, los ancianos le explicaron:
—Este hombre no es un asesino. Ha venido a refugiarse bajo la protección de la ley de Dios. Si sale antes del juicio, tu mano podrá alcanzarlo. Pero si se prueba su inocencia, deberás dejarlo en paz.
Jafet, aunque lleno de dolor, respetó la ley. Esperó fuera de la ciudad, aguardando el veredicto.
Días después, el tribunal se reunió. Los testigos declararon que Eleazar y Talmai eran amigos, que no había rencor entre ellos. Se demostró que el hacha estaba mal fabricada, y que el árbol cayó de manera imprevista.
Finalmente, el sumo sacerdote alzó su voz:
—Eleazar es inocente de asesinato. Podrá vivir en esta ciudad hasta la muerte del sumo sacerdote. Después, podrá regresar a su hogar sin temor.
### **La Lección de la Misericordia**
Años pasaron. Eleazar vivió en Quedes, trabajando y ayudando a otros que, como él, buscaban refugio. Aprendió que la ley de Dios no solo castiga el mal, sino que protege al inocente.
Cuando el sumo sacerdote murió, Eleazar fue libre. Al volver a su aldea, incluso Jafet lo recibió sin rencor, pues el tiempo había sanado su dolor.
Y así, Israel entendió que la justicia y la misericordia van de la mano, como el Señor lo había ordenado desde el principio:
*»Para que no se derrame sangre inocente en la tierra que el Señor tu Dios te da por heredad.»* (Deuteronomio 19:10)
Y en medio de su pueblo, Dios mostró que Él es defensor del débil, juez justo, y refugio para el que clama por ayuda.