**La Santidad en el Hogar: La Historia de los Hijos de Israel en el Desierto**
El sol abrasador del desierto de Sinaí caía sobre las tiendas de los hijos de Israel, formando sombras alargadas sobre la arena dorada. Moisés, el siervo de Dios, había recibido nuevas instrucciones del Señor, palabras que marcarían el camino de santidad para su pueblo. Era un día solemne, donde el peso de la Ley se haría presente en cada familia, en cada corazón.
Dios había hablado con claridad: *»Yo soy el Señor, vuestro Dios. No haréis como hacen en la tierra de Egipto, donde habitasteis, ni haréis como hacen en la tierra de Canaán, adonde os llevo. No seguiréis sus estatutos. Mis ordenanzas pondréis por obra, y mis estatutos guardaréis, andando en ellos. Yo soy el Señor, vuestro Dios.»* (Levítico 18:2-4).
Entre las tribus, algunos murmuraban, recordando las costumbres de Egipto, donde los matrimonios entre parientes cercanos eran comunes, donde la impureza se mezclaba con lo sagrado. Pero el Señor, en su misericordia, trazó límites claros para proteger a su pueblo de la corrupción.
**La Prohibición de las Relaciones Ilícitas**
Moisés reunió a los ancianos y a los jefes de las familias. Con voz firme, pero llena de compasión, les transmitió las palabras divinas:
—El Señor prohíbe que un hombre se acerque a una parienta cercana para descubrir su desnudez. No tomarás a la mujer de tu padre, pues es la desnudez de tu padre. Tampoco descubrirás la desnudez de tu hermana, hija de tu padre o de tu madre, nacida en casa o fuera de ella.
Algunos rostros palidecieron al escuchar estas palabras. En las naciones paganas, tales uniones eran permitidas, pero Israel debía ser distinto, un pueblo santo, consagrado al Señor.
—Ni la desnudez de la hija de tu hijo o de tu hija descubrirás, porque es tu propia carne —continuó Moisés—. Tampoco tomarás a la hermana de tu mujer, para hacerla rival de ella, descubriendo su desnudez en vida de la primera.
Las mujeres, sentradas en círculos aparte, bajaban la mirada, comprendiendo la gravedad de estas leyes. Una joven llamada Séfora, recordó cómo en Egipto había visto a hombres tomar por esposas a sus propias hermanastras, y cómo eso traía confusión y celos amargos a las familias.
**La Advertencia Contra la Impureza**
Moisés alzó las manos, haciendo un llamado al arrepentimiento.
—No te acercarás a una mujer durante su impureza menstrual, pues descubrirías su desnudez en estado de inmundicia. Tampoco tendrás relaciones con la mujer de tu prójimo, contaminándote con ella.
Un hombre llamado Rubén, que había codiciado en secreto a la esposa de su vecino, sintió un escalofrío al escuchar esto. Sabía que el adulterio no solo rompía la paz entre hermanos, sino que también profanaba el pacto con Dios.
—Y no entregarás a tus hijos para ser ofrecidos a Moloc —declaró Moisés con severidad—, pues eso mancharía el nombre del Señor y corrompería la tierra.
Algunos recordaron con horror cómo, en Canaán, los pueblos paganos sacrificaban a sus hijos en el fuego, creyendo que así aplacarían a sus dioses falsos. Israel no debía imitar esas abominaciones.
**El Llamado a la Obediencia**
Al caer la noche, las familias se reunieron en sus tiendas, reflexionando sobre las palabras de Moisés. Los padres hablaron a sus hijos, explicando que estas leyes no eran para oprimirlos, sino para protegerlos, para que vivieran en santidad y bendición.
—Guarden estos mandamientos —les decía un anciano a sus nietos—, porque el Señor nos ha apartado para ser su pueblo. Si obedecemos, la tierra que nos dará fluirá con leche y miel. Pero si imitan las prácticas de los cananeos, la tierra los vomitará, como vomitó a las naciones antes que nosotros.
En el silencio del desierto, bajo un cielo estrellado, Israel entendió que la verdadera libertad no estaba en seguir los deseos de la carne, sino en caminar en los estatutos del Dios que los había redimido.
Y así, con temor y reverencia, el pueblo renovó su pacto de santidad, sabiendo que el Señor, en su justicia y amor, los guiaba hacia una tierra donde serían luz para las naciones.