Biblia Sagrada

Los Guardianes del Templo: Los Porteros de Coré (99 caracteres)

**Los Guardianes del Templo: La Historia de los Porteros de Coré**

En los días del rey David, cuando el arca del pacto descansaba en Jerusalén y los cantores alababan a Dios sin cesar, había un grupo de hombres fieles cuyo servicio era tan vital como invisible: los porteros del templo. Eran los guardianes de las puertas, los vigías de los atrios sagrados, y su historia se entrelazaba con la promesa y el propósito divino.

Entre ellos destacaban los hijos de Coré, descendientes del levita que una vez se rebeló contra Moisés, pero cuya familia había sido perdonada y restaurada por la misericordia de Dios. Mesalemías, hijo de Coré, era un hombre de estatura imponente, con ojos penetrantes que reflejaban una devoción inquebrantable. Junto a sus hermanos, Zacarías, Jehiel, y Obed-edom, había sido elegido para custodiar las entradas de la casa del Señor.

El rey David, inspirado por el Espíritu Santo, había organizado los turnos de los porteros según sus familias. Cada mañana, cuando el sol apenas despuntaba sobre los montes de Judá, Mesalemías se apostaba en la puerta oriental, la más sagrada de todas, por donde se decía que la gloria de Dios entraría un día. Sus manos, callosas por años de servicio, se posaban sobre los umbrales de cedro tallado, mientras murmuraba una oración: *»Señor, que solo los puros de corazón crucen este lugar santo.»*

No lejos de allí, en la puerta norte, Obed-edom, un hombre de rostro sereno y voz suave, vigilaba con igual celo. Él había sido bendecido abundantemente desde que el arca había reposado en su casa años atrás, y ahora servía con gratitud. Mientras revisaba a los levitas que traían las ofrendas, recordaba las palabras de David: *»Más vale un día en tus atrios que mil fuera de ellos.»*

Los turnos se rotaban sin falta. Por las tardes, cuando las sombras se alargaban, los hijos de Merari tomaban su lugar. Entre ellos estaba Hosah, un hombre de fuerza legendaria, encargado de la puerta occidental. Con él estaban sus hijos, jóvenes de corazón valiente que habían jurado seguir el ejemplo de sus padres. Hosah les enseñaba: *»No somos simples vigilantes; somos siervos del Rey eterno. Cada puerta que guardamos es un umbral entre lo profano y lo santo.»*

Una noche, mientras la luna plateaba los muros del templo, un grupo de israelitas llegó ebrio y bullicioso, queriendo entrar en los atrios para profanarlos. Pero Simei, un portero de la puerta sur, se interpuso con firmeza. *»Este es lugar santo—advirtió—. Vuelvan a sus casas y purifiquen sus corazones.»* Los intrusos, avergonzados por la autoridad divina en su voz, se retiraron. David, al enterarse, alabó a Simei y decretó que solo aquellos con motivos puros podrían acercarse.

Así transcurrían los días, con los porteros sirviendo en silencio, pero con un impacto eterno. No llevaban armaduras relucientes como los guerreros de David, ni entonaban salmos como los cantores, pero su fidelidad era un canto constante al Señor. Cuando David reunió a los jefes de Israel para bendecir a Dios antes de su muerte, mencionó a los porteros: *»Ellos son los centinelas de Sión, los que velan mientras Israel descansa.»*

Y así, generación tras generación, los hijos de Coré y sus compañeros cumplieron su llamado. Porque en el reino de Dios, hasta el servicio más humilde brilla ante sus ojos. Y aunque sus nombres no resonaran en las grandes batallas, estaban escritos en el libro de la vida, como fieles guardianes del templo del Altísimo.

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