Biblia Sagrada

El Señor Reina en Sión con Poder y Justicia (96 caracteres)

**El Reinado del Señor en Sión**

En los días antiguos, cuando la tierra aún gemía bajo el peso de la injusticia y los corazones de los hombres se inclinaban hacia la maldad, el Señor estableció su trono en medio de su pueblo. Desde las alturas de Sión, donde los querubines extendían sus alas como un manto de gloria, Dios reinaba con poder y justicia. Las nubes oscuras de su presencia envolvían el monte sagrado, y el fulgor de su santidad iluminaba las tinieblas como el fuego que ardía sin consumirse.

Los pueblos vecinos, al oír de la grandeza del Dios de Israel, temblaban. Los reyes de las naciones se quitaban sus coronas y postraban sus rostros en el polvo, pues sabían que el Altísimo no compartía su gloria con nadie. Él era el Juez de toda la tierra, el que gobernaba con equidad y enderezaba los caminos torcidos. En su ley no había sombra de injusticia; cada decreto suyo era perfecto, como el oro refinado en el crisol.

Moisés y Aarón, hombres escogidos entre los mortales, habían caminado en la intimidad del Señor. Sus nombres eran recordados con reverencia, pues habían intercedido por el pueblo cuando la ira divina amenazaba con consumirlos. Moisés, el profeta de rostro resplandeciente, había hablado cara a cara con el Eterno, recibiendo las palabras de vida para guiar a Israel. Aarón, el sumo sacerdote, había llevado sobre su pecho el pectoral de las doce tribus, presentando las súplicas delante del altar de incienso. Y aunque ellos también habían pecado, el Señor, en su misericordia, los había sostenido, porque Él era un Dios que perdonaba, aunque no dejaba impune la rebelión.

Samuel, otro de sus siervos fieles, clamaba en las noches oscuras, y el Señor respondía con truenos desde los cielos. Cuando los filisteos se alzaron con arrogancia, fue la voz de Samuel la que invocó el poder del Todopoderoso, y los enemigos cayeron como espigas segadas antes de la hoz. El pueblo, al ver las maravillas del Señor, exclamaba: «¡Él es santo!». Y el eco de sus alabanzas resonaba desde las colinas de Judá hasta los valles de Efraín.

En el santuario, el humo del incienso ascendía como una ofrenda agradable, mientras los levitas cantaban: «Exaltad al Señor nuestro Dios, y postraos ante el estrado de sus pies, porque Él es santo». No había lugar en su presencia para la altivez ni la mentira; solo los corazones quebrantados y humillados encontraban refugio bajo sus alas.

Y así, generación tras generación, el Señor demostraba que su reinado no era como el de los hombres. Él no buscaba riquezas ni ejércitos, sino almas fieles que caminaran en sus estatutos. Porque el Dios de Israel no solo era poderoso en batalla, sino también tierno en misericordia.

Y aunque los siglos pasaron, su trono permaneció firme. Porque el Señor, el Santo de Israel, reina para siempre.

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