**El Cantar de los Cantares: Una Historia de Amor Fiel**
El sol de la primavera bañaba los campos de Jerusalén con una luz dorada, y el aire estaba perfumado con el aroma de las flores recién abiertas. Entre los viñedos y los huertos de granados, una joven doncella, Sulamita, caminaba con paso ligero, su corazón lleno de alegría por la presencia de su amado. Él, un pastor de noble corazón, la amaba con un amor puro y apasionado, reflejo del amor que Dios tiene por su pueblo.
Sulamita se detuvo bajo la sombra de un manzano, cuyas ramas cargadas de flores blancas y rosadas mecían suavemente con la brisa. Allí, su amado la encontró, y al verla, sus ojos brillaron con admiración.
—¡Levántate, amada mía, hermosa mía, y ven! —exclamó él, extendiendo su mano hacia ella—. Porque ha pasado el invierno, las lluvias han cesado, y las flores aparecen en la tierra. El tiempo de cantar ha llegado, y la voz de la tórtola se oye en nuestro campo.
Ella sonrió, sintiendo el calor de sus palabras. Sabía que su amor era como un refugio seguro, como un jardín cercado donde solo ellos podían entrar.
—Mi amado es mío, y yo soy suya —murmuró Sulamita, mientras las abejas zumbaban alrededor de las flores, recogiendo su dulce néctar—. Él me apacienta entre los lirios, y su voz es más dulce que el aroma de los frutos más exquisitos.
El pastor la tomó de la mano y la guio a través de los campos, donde las vides comenzaban a dar sus primeros frutos y las granadas mostraban su rojo intenso entre el verde follaje. Él la protegió de las espinas y las zorras pequeñas que podrían dañar los viñedos, símbolo de su cuidado constante por ella.
—Mira, amada —dijo señalando hacia las colinas—, los montes pueden temblar y las colinas desaparecer, pero mi amor por ti nunca se apartará.
Ella se apoyó en su pecho, escuchando el latido de su corazón, recordando las palabras que él le había dicho antes:
—Como un lirio entre los espinos, así es mi amada entre las doncellas.
El sol comenzó a inclinarse hacia el horizonte, pintando el cielo de tonos púrpura y dorado. Él la miró con ternura y le susurró:
—Hasta que el día rompa y huyan las sombras, regresa, amada mía; sé semejante al corzo, o al cervatillo, sobre los montes de Betel.
Sulamita asintió, sabiendo que, aunque a veces la distancia los separara, su amor permanecería firme. Así como Dios es fiel a su pueblo, así ellos serían fieles el uno al otro, esperando con anhelo el día en que no habría más separación.
Y mientras las estrellas comenzaban a brillar en el cielo, Sulamita guardó en su corazón cada palabra, cada promesa, sabiendo que este amor era un reflejo del amor eterno que Dios había puesto en sus almas.