**La Caída de Jericó: Una Victoria de Fe y Obediencia**
El sol comenzaba a elevarse sobre el valle del Jordán, tiñendo las imponentes murallas de Jericó con un tono dorado. La ciudad, orgullosa y fortificada, se alzaba como un gigante de piedra, desafiante ante el pueblo de Israel que acampaba a sus puertas. Dentro de sus muros, los habitantes vivían con temor, pues habían oído hablar del poderoso Dios de Israel, que había partido el Mar Rojo y derrotado a los reyes amorreos. Pero el rey de Jericó, confiando en sus murallas inexpugnables, había cerrado las puertas, dispuesto a resistir.
Josué, el líder elegido por Dios después de Moisés, se encontraba en oración cuando un hombre se le apareció con una espada desenvainada. Era el Príncipe del Ejército del Señor, una manifestación divina que venía a darle instrucciones para la batalla. Con reverencia, Josué cayó rostro en tierra y escuchó las palabras que cambiarían el curso de la historia: *»Mira, yo he entregado en tu mano a Jericó, a su rey y a sus valientes guerreros.»* (Josué 6:2).
Pero la estrategia que Dios reveló no era como ninguna otra. No habría asaltos brutales, ni máquinas de guerra, ni túneles secretos. En lugar de eso, el pueblo debía marchar alrededor de la ciudad una vez al día durante seis días, llevando el Arca de la Alianza y acompañados por siete sacerdotes que tocarían trompetas de cuerno de carnero. Al séptimo día, darían siete vueltas, y al sonar un gran clamor, las murallas caerían por sí solas.
Al amanecer del primer día, Josué reunió a los guerreros, a los sacerdotes y al pueblo. Los sacerdotes, vestidos con sus túnicas sagradas, levantaron el Arca, mientras otros siete soplaban las trompetas con un sonido penetrante. El pueblo avanzó en silencio, solo el eco de los pasos y el sonido de las trompetas rompían el aire. Los habitantes de Jericó, desde lo alto de las murallas, observaban con incredulidad. ¿Qué clase de estrategia era esta? Algunos se burlaban, otros sentían un escalofrío de temor.
Día tras día, el ritual se repitió. Las sandalias de los israelitas levantaban polvo mientras circundaban la ciudad, siempre en silencio, siempre en obediencia. Dentro de Jericó, la tensión crecía. ¿Por qué no atacaban? ¿Qué significaba este extraño comportamiento? Solo Rahab, la mujer que había escondido a los espías israelitas, sabía la verdad: el Dios de Israel había entregado la ciudad en sus manos.
Finalmente, llegó el séptimo día. Antes del alba, Josué ordenó al pueblo prepararse. Esta vez, no darían una vuelta, sino siete. Los sacerdotes tocaron las trompetas con mayor fuerza, y el Arca brillaba bajo los primeros rayos del sol. Con cada vuelta, la expectativa crecía. Al terminar la séptima, Josué alzó su voz: *»¡Gritad, porque el Señor os ha entregado la ciudad!»*
En un instante, el aire se llenó de un clamor ensordecedor. Los guerreros gritaron, las trompetas resonaron, y entonces… un estruendo sacudió la tierra. Las murallas, aquellas que parecían eternas, comenzaron a temblar. Piedras gigantes se desprendieron, las torres se inclinaron, y en medio del polvo y el fragor, los muros cayeron por completo. Solo un sector permaneció en pie: la casa de Rahab, marcada con el cordón escarlata, tal como se le había prometido.
Los guerreros de Israel avanzaron, tomando la ciudad bajo el mandato de consagrarla al Señor. El oro y la plata fueron puestos en el tesoro de la casa de Dios, pero todo lo demás fue destruido, como recordatorio de que la victoria no era por espada ni por ejército, sino por la mano poderosa de Jehová.
Y así, Jericó, la ciudad que se creía invencible, cayó no por fuerza humana, sino por la fe y la obediencia de un pueblo que siguió fielmente las instrucciones de su Dios. Desde ese día, el nombre de Josué y el poder del Señor fueron temidos en toda la tierra de Canaán, porque quedó claro: cuando Dios da una promesa, Él mismo lucha por su pueblo.