Biblia Sagrada

El Maná en el Desierto y la Lección de Humildad (Note: The original title provided fits within the 100-character limit and effectively summarizes the story. No symbols or quotes were present in it, so no modifications were needed.) Alternative concise option (if preferred): El Maná y la Humildad en el Desierto (38 characters) Both titles preserve the core themes of divine provision and spiritual humility from the narrative.

**El Maná en el Desierto y la Lección de la Humildad**

En los vastos y áridos desiertos por donde vagó el pueblo de Israel durante cuarenta años, cada amanecer traía consigo un recordatorio tangible de la providencia divina. El sol apenas comenzaba a dorar las arenas del Sinaí cuando, como un manto plateado, el maná cubría el suelo. Era un alimento misterioso, delicado como escarcha, dulce como miel, y suficiente para cada familia. Los niños salían corriendo de las tiendas, recogiendo en sus cestas aquel regalo del cielo, mientras los ancianos recordaban en voz baja las palabras de Moisés: *»Él te humilló, te hizo tener hambre y te sustentó con maná, comida que no conocías tú ni tus padres, para hacerte entender que no solo de pan vivirá el hombre, sino de todo lo que sale de la boca de Jehová.»*

Entre el pueblo caminaba un hombre llamado Ezequías, curtido por el sol y los años de peregrinación. Había sido uno de los que murmuró contra Moisés en Masá, cuando la sed los consumía y el corazón se les llenó de duda. Ahora, con el cabello entrecano y las manos marcadas por el tiempo, entendía la lección que el desierto les enseñaba. Una mañana, mientras recogía el maná con su nieto pequeño, el niño preguntó con inocencia: *»Abuelo, ¿por qué Dios no nos dio trigo o higos en lugar de esta cosa blanca?»*

Ezequías se arrodilló, tomando un puñado del maná entre sus dedos. *»Hijo mío,»* respondió con voz grave, *»Dios podría habernos llevado por el camino de los filisteos, donde los mercados rebosan de alimento. Pero Él eligió el desierto para probarnos. Nos enseñó que el hambre no es solo del cuerpo, sino del alma. Que sin obediencia, hasta el pan más abundante se convierte en ceniza.»*

El viento cálido acariciaba las tiendas mientras el pueblo trabajaba. Algunos, impacientes, intentaron guardar maná para el día siguiente, desobedeciendo el mandato de no acumular. Pero al amanecer, los recipientes olían a podrido, llenos de gusanos. Solo el sexto día, cuando Dios les ordenó recolectar doble porción para el sábado, el alimento se mantenía fresco. Así aprendieron que la providencia de Jehová requiere fe, no ansiedad.

Pasaron los años, y la nueva generación, que no había conocido Egipto, comenzó a ver el maná como algo común. Hubo quienes se quejaron: *»Nuestra alma se seca; ¡no hay más que este maná ante nuestros ojos!»* Pero entonces, Moisés los reunió al pie del monte y les recordó: *»Cuando comáis y te sacies, cuando edifiques buenas casas y tus rebaños crezcan, no digas en tu corazón: ‘Mi poder y la fuerza de mi mano me han traído esta riqueza.’ Acuérdate de Jehová, porque Él es quien te da el poder para hacer las riquezas.»*

Finalmente, cuando llegaron a las fronteras de Canaán, el maná cesó. El pueblo comió del fruto de la tierra prometida, pero los más sabios, como Ezequías, enseñaron a sus hijos: *»No fue el hambre lo que nos probó, sino la abundancia. Porque el peligro no está en el desierto, sino en olvidar quién nos sacó de él.»*

Y así, bajo el cielo de la tierra prometida, Israel aprendió que la verdadera prosperidad no está en lo que se posee, sino en recordar que toda bendición fluye de la mano del Dios que los sostuvo, incluso cuando no había más que maná y fe.

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