Biblia Sagrada

El Pacto Perfecto: Historia de Hebreos 9

**El Pacto Perfecto: Una Historia Basada en Hebreos 9**

El sol se alzaba sobre Jerusalén, bañando de dorado los muros del templo. Era el Día de la Expiación, *Yom Kippur*, y la ciudad bullía con la solemnidad de la ocasión. Sacerdotes vestidos de lino blanco se movían con precisión entre los atrios, preparándose para los ritos sagrados. Entre ellos, el sumo sacerdote, llevando sobre sus hombros el peso de la nación, se purificaba meticulosamente antes de entrar al Lugar Santísimo.

Dentro del tabernáculo, el velo bordado con querubines separaba el Lugar Santo del Santísimo, donde moraba la *Shekinah*, la gloria de Dios. Nadie podía traspasar ese umbral, excepto el sumo sacerdote, y solo una vez al año, portando la sangre de los sacrificios por los pecados del pueblo. Aquel día, como en generaciones anteriores, un cordero sin mancha sería inmolado, y su sangre rociada sobre el propiciatorio del Arca del Pacto.

Pero mientras el sacerdote cumplía con el ritual, había algo incompleto en aquel acto. La sangre de toros y machos cabríos podía cubrir el pecado, pero no borrarlo para siempre. Era un recordatorio anual de la fragilidad humana, un ciclo interminable de ofrendas que señalaban hacia algo mayor, algo perfecto.

Mientras tanto, en los cielos, un drama eterno se desarrollaba. El Hijo de Dios, el Cordero sin mancha, se preparaba para ofrecerse a sí mismo como el sacrificio definitivo. No en un templo hecho por manos humanas, sino en el verdadero tabernáculo, erigido por el Señor. No con sangre ajena, sino con la suya propia.

En la plenitud de los tiempos, Jesús de Nazaret, el Sumo Sacerdote según el orden de Melquisedec, entró una vez y para siempre en el Lugar Santísimo celestial. No llevando consigo la sangre de animales, sino su propia sangre preciosa, derramada en la cruz del Calvario. Mientras el velo del templo terrenal se rasgaba en dos, el camino al Padre quedaba abierto para siempre.

En una aldea cercana a Jerusalén, un anciano llamado Eleazar, quien había servido como levita en su juventud, reflexionaba sobre estas cosas. Recordaba los años de servicio, los incontables sacrificios, la sangre que nunca cesaba de fluir. Pero ahora, al escuchar las enseñanzas de los apóstoles, entendía la verdad profunda:

*»Porque si la sangre de los toros y de los machos cabríos santifica para la purificación de la carne, ¡cuánto más la sangre de Cristo, quien mediante el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios, purificará nuestras conciencias de obras muertas para servir al Dios vivo!»*

Eleazar cerró los ojos, imaginando el trono de gracia, donde Cristo, su intercesor, estaba sentado a la diestra del Padre. Ya no había necesidad de más sacrificios. El Pacto Nuevo, sellado con sangre divina, era eterno.

Años más tarde, bajo la luna llena, una pequeña congregación de creyentes se reunía en una casa humilde. Leían las palabras del libro a los Hebreos: *»Así también Cristo fue ofrecido una sola vez para llevar los pecados de muchos; y aparecerá por segunda vez, sin relación con el pecado, para salvar a los que le esperan.»*

El incienso del templo terrenal ya no ascendía, pero las oraciones de los santos, perfumadas por la mediación de Cristo, llegaban al cielo. El antiguo sistema había cumplido su propósito, señalando hacia Aquel que lo perfeccionaría todo.

Y así, la historia del Pacto Perfecto seguía escribiéndose, no en tablas de piedra, sino en corazones transformados por la sangre del Cordero.

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