Biblia Sagrada

Jesús Multiplica los Panes y los Peces (Note: This title is under 100 characters, focuses on the core miracle, and avoids symbols or quotes.)

**La Multiplicación de los Panes y los Peces**

El sol comenzaba a inclinarse hacia el occidente, pintando el cielo de tonos dorados y púrpuras sobre las colinas de Betsaida. Jesús, rodeado de sus doce discípulos, había pasado el día enseñando a una gran multitud que lo seguía con avidez. Sus palabras, llenas de gracia y autoridad, resonaban en los corazones de aquellos que anhelaban algo más que el pan material.

Los discípulos, viendo que el día avanzaba y el lugar era desierto, se acercaron a Jesús con preocupación.

—Maestro —dijo Felipe, mirando a la multitud que superaba los cinco mil hombres, sin contar mujeres y niños—, el día declina y este lugar es solitario. Despide a la gente para que vayan a las aldeas y campos vecinos a buscar alojamiento y comida, pues aquí no hay nada.

Jesús, con una mirada serena pero penetrante, respondió:

—No es necesario que se vayan; dadles vosotros de comer.

Andrés, hermano de Pedro, intervino con escepticismo mientras señalaba a un muchacho que observaba desde la multitud:

—Aquí hay un niño que tiene cinco panes de cebada y dos pececillos, pero ¿qué es esto para tanta gente?

Jesús, sin perder la calma, ordenó a sus discípulos:

—Haced que la gente se recueste en grupos de cincuenta.

La multitud, obediente, se sentó sobre la hierba verde que cubría la ladera, formando pequeños círculos bajo la luz del atardecer. Jesús tomó entonces los cinco panes y los dos peces, levantó los ojos al cielo y pronunció una bendición. Sus palabras no fueron un mero ritual, sino una profunda comunión con el Padre. Luego, partió los panes y los peces, y los entregó a sus discípulos para que los distribuyeran.

Y sucedió algo asombroso: cuanto más repartían los discípulos, más alimento había en sus manos. Los panes no se agotaban, y los peces seguían multiplicándose. La gente comió hasta saciarse, y el asombro se apoderó de todos. Algunos murmuraban entre sí, recordando las palabras de los profetas sobre el Mesías, mientras otros simplemente alababan a Dios en voz baja.

Cuando todos estuvieron satisfechos, Jesús dijo a sus discípulos:

—Recoged los pedazos que sobraron, para que nada se pierda.

Y ellos llenaron doce cestas con los trozos que habían sobrado de los cinco panes.

**La Confesión de Pedro**

Más tarde, mientras Jesús se retiraba a orar a solas, preguntó a sus discípulos:

—¿Quién dice la gente que soy yo?

Ellos respondieron:

—Unos dicen que eres Juan el Bautista resucitado; otros, Elías; y otros, que alguno de los antiguos profetas ha vuelto a la vida.

Jesús los miró fijamente y preguntó:

—Y vosotros, ¿quién decís que soy?

Pedro, impulsivo pero lleno de fe, exclamó:

—¡Tú eres el Cristo de Dios!

Jesús, con solemnidad, les ordenó que no dijeran esto a nadie, porque aún no había llegado su hora. Entonces les reveló lo que le esperaba:

—El Hijo del Hombre debe padecer mucho, ser rechazado por los ancianos, los principales sacerdotes y los escribas, ser muerto y resucitar al tercer día.

Estas palabras cayeron como un manto de sombra sobre los discípulos, que no podían comprender cómo el Mesías debía sufrir. Pedro, llevado por sus emociones, lo tomó aparte y comenzó a reprenderlo:

—¡Señor, esto no te puede pasar!

Pero Jesús, volviéndose hacia Pedro con firmeza, dijo:

—¡Quítate de delante de mí, Satanás! Porque no pones la mira en las cosas de Dios, sino en las de los hombres.

**La Transfiguración**

Ocho días después, Jesús tomó consigo a Pedro, Juan y Jacobo, y subió a un monte para orar. Mientras elevaba su plegaria, su rostro se transformó, resplandeciendo como el sol, y sus vestiduras se volvieron blancas y radiantes como la luz. De repente, aparecieron junto a él Moisés y Elías, quienes conversaban con él sobre su partida, que pronto se cumpliría en Jerusalén.

Pedro, aturdido por la gloria de aquel momento, exclamó:

—¡Maestro, bueno es que estemos aquí! Hagamos tres enramadas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.

Mientras hablaba, una nube luminosa los cubrió, y desde ella salió una voz que decía:

—Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia; a él oíd.

Los discípulos cayeron rostro en tierra, llenos de temor. Pero Jesús, acercándose, los tocó y les dijo:

—Levantaos, no temáis.

Cuando alzaron la vista, ya no vieron a nadie más que a Jesús.

**El Camino del Discipulado**

Al descender del monte, Jesús les ordenó que no hablaran de lo que habían visto hasta después de su resurrección. Pero la gente seguía acercándose a él, y un hombre le suplicó:

—Maestro, te ruego que mires a mi hijo, mi único hijo, pues un espíritu lo toma y de repente grita, lo sacude con violencia y apenas lo deja. Rogué a tus discípulos que lo echasen fuera, pero no pudieron.

Jesús, con un suspiro de tristeza por la incredulidad de aquella generación, dijo:

—Trae acá a tu hijo.

Mientras el muchacho se acercaba, el demonio lo derribó y comenzó a convulsionarlo. Pero Jesús reprendió al espíritu inmundo, sanó al niño y se lo devolvió a su padre. Todos quedaron asombrados ante la grandeza de Dios.

Más tarde, en privado, los discípulos le preguntaron:

—¿Por qué nosotros no pudimos echarlo fuera?

Jesús respondió:

—Por vuestra poca fe. Si tuvierais fe como un grano de mostaza, diríais a este monte: «Pásate de aquí allá», y se pasaría.

**El Costo de Seguir a Cristo**

Mientras caminaban hacia Jerusalén, un hombre se acercó a Jesús y le dijo:

—Te seguiré adondequiera que vayas.

Jesús, mirándolo con compasión pero con verdad, respondió:

—Las zorras tienen guaridas, y las aves de los cielos nidos, pero el Hijo del Hombre no tiene dónde recostar la cabeza.

A otro, Jesús mismo lo llamó:

—Sígueme.

Pero este respondió:

—Señor, déjame ir primero a enterrar a mi padre.

Jesús le dijo:

—Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú ve y anuncia el reino de Dios.

Otro más le dijo:

—Te seguiré, Señor, pero déjame despedirme primero de los de mi casa.

Jesús respondió:

—Ninguno que poniendo su mano en el arado mira hacia atrás, es apto para el reino de Dios.

Así, Jesús enseñaba que seguirle no era un camino de comodidad, sino de entrega total. Y aunque sus palabras eran duras, estaban llenas de verdad y vida.

Y así continuó su viaje hacia Jerusalén, donde se cumpliría el propósito por el cual había venido al mundo.

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