Biblia Sagrada

El Refugio de David: Confianza en la Tormenta

**El Refugio en la Tormenta: Una Historia Basada en el Salmo 56**

En los días del rey David, cuando las sombras de la persecución se cernían sobre él como lobos hambrientos, hubo un momento en que el futuro pastor de Israel se encontró en una de las pruebas más oscuras de su vida. Había huido de la corte del rey Saúl, quien, consumido por los celos, buscaba su vida sin descanso. Pero ahora, David no solo enfrentaba el peligro en su propia tierra, sino que había caído en manos de sus enemigos más astutos: los filisteos en la ciudad de Gat.

Era una noche fría y húmeda cuando David, disfrazado y con el corazón latiendo como un tambor de guerra, cruzó las puertas de Gat. Esperaba pasar desapercibido, pero pronto sus temores se hicieron realidad. Los filisteos, siempre alertas, reconocieron al guerrero que había matado a Goliat, su campeón, y cuyas hazañas eran cantadas incluso en tierras enemigas.

—¡Este es David, el siervo de Saúl! —gritó uno de los guardias, agarrando su brazo con fuerza—. ¡El que ha matado a miles de nuestros hombres!

David sintió que el suelo se hundía bajo sus pies. Las murallas de la ciudad, altas y gruesas, ahora eran su prisión. Los murmullos de la gente se convirtieron en gritos de ira, y pronto una turba se agolpó alrededor de él, exigiendo su muerte.

Encerrado en una celda oscura, con las manos esposadas, David miró hacia el pequeño ventanal por donde entraba un rayo de luna. El frío del suelo de piedra se le clavaba en los huesos, pero el frío en su corazón era aún más intenso.

—Señor —susurró con voz quebrada—, ten misericordia de mí, porque me pisotean; todo el día me oprimen mis angustiadores.

Las palabras del Salmo brotaban de su alma como un río en tiempos de sequía. En la oscuridad, recordó las promesas de Dios, las veces que el Señor lo había librado de las garras del león y del oso. Pero ahora, ¿dónde estaba su Dios?

Afuera, los filisteos celebraban, seguros de que al amanecer, David sería ejecutado. Sin embargo, en medio de su desesperación, una chispa de fe comenzó a arder en su pecho.

—En el día que temo, yo en ti confío —murmuró, cerrando los ojos—. En Dios alabaré su palabra; en Dios he confiado; no temeré. ¿Qué puede hacerme el hombre?

Y entonces, como un soplo divino, una paz inexplicable descendió sobre él. Ya no importaba si moriría al amanecer. Sabía que sus lágrimas no pasaban desapercibidas.

—Tú has contado mis pasos errantes —oró—. Pon mis lágrimas en tu redoma; ¿no están en tu libro?

Al día siguiente, cuando los guardias vinieron a buscarlo, algo había cambiado. David, en lugar de mostrarse temeroso, actuó como un loco, dejando caer saliva por su barba y arañando las puertas como un demente. El rey Aquis, al verlo, se burló:

—¿Acaso necesitamos más locos en mi palacio? ¡Líbreme de este demente!

Y así, contra toda esperanza, David fue expulsado de la ciudad. Libre otra vez, corrió hacia las colinas, donde el viento llevaba el aroma de la libertad. Cayó de rodillas y alzó sus manos al cielo.

—¡Dios mío! —gritó—. Porque has librado mi alma de la muerte, ¿no guardarás mis pies de caída, para que ande delante de ti en la luz de los vivientes?

Y en ese momento, comprendió que ni los filisteos, ni Saúl, ni siquiera la muerte misma podrían separarlo del amor de su Redentor. Porque Dios había contado cada uno de sus pasos, recogido cada lágrima y escrito su historia en el libro de la eternidad.

Así, con el corazón renovado, David continuó su camino, sabiendo que, aunque los hombres lo persiguieran, el Señor era su refugio inquebrantable. Y en las noches de incertidumbre, cuando el miedo intentaba apoderarse de él, recordaba las palabras que había grabado en su alma:

**»En Dios he confiado; no temeré. ¿Qué puede hacerme el hombre?» (Salmo 56:11)**.

Y esa confianza era suficiente.

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