Biblia Sagrada

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**El Fuego del Cielo y la Gloria que Llenó el Templo**

El rey Salomón había terminado de construir el magnífico Templo del Señor en Jerusalén, una obra de esplendor y belleza sin igual, revestida de oro y piedras preciosas. Durante siete días, todo Israel se había reunido para la gran dedicación del santuario. Los sacrificios habían sido innumerables—veintidós mil bueyes y ciento veinte mil ovejas—, tanto que el altar no podía contener más ofrendas. El aroma del incienso y la carne quemada ascendía al cielo como un perfume agradable a Dios.

Entonces, en el octavo día, cuando el pueblo aún se encontraba reunido en el atrio, algo sobrenatural ocurrió. El cielo pareció abrirse, y un fuego divino descendió con furor santo, consumiendo por completo el holocausto y las grasas que estaban sobre el altar. Las llamas no eran como las de la tierra; brillaban con una intensidad celestial, doradas y azules, danzando con un poder que no consumía, sino que santificaba. El pueblo, al verlo, cayó postrado rostro en tierra, sobre el pavimento de mármol, y adoraron al Señor, diciendo:

—¡Él es bueno! ¡Su misericordia permanece para siempre!

La gloria del Señor llenó el Templo de tal manera que los sacerdotes no podían entrar en él. Era una presencia tangible, como una neblina espesa de luz, pero también como un peso sagrado que hacía temblar hasta las columnas de bronce. Los querubines bordados en las cortinas del Lugar Santísimo parecían cobrar vida bajo aquel resplandor, y las trompetas de plata que habían sonado en alabanza quedaron en silencio, abrumadas por la majestad de Dios.

Entonces, Salomón, vestido con su manto real de púrpura y oro, se arrodilló sobre una plataforma de bronce que había mandado construir frente al atrio. Levantando sus manos hacia el cielo, oró con voz que resonó en el silencio reverente:

—Señor, Dios de Israel, no hay Dios como tú en los cielos ni en la tierra. Tú guardas el pacto y la misericordia con tus siervos que caminan delante de ti con todo su corazón. Pero cuando pequen—porque no hay hombre que no peque—y tú los castigues, y ellos se vuelvan a ti y confiesen tu nombre, ¡escucha desde los cielos y perdona!

Mientras el rey oraba, una voz resonó en lo profundo de su espíritu, una voz que no era de trueno, sino de íntima certeza. Y esa noche, cuando Salomón dormía en su palacio, el Señor se le apareció y le dijo:

—He escuchado tu oración y he elegido este lugar para mí como casa de sacrificio. Si cierro los cielos y no hay lluvia, o si mando la langosta para devorar la tierra, o si envío pestilencia a mi pueblo, y ellos, llamados por mi nombre, se humillan, oran, buscan mi rostro y se apartan de sus malos caminos, entonces yo oiré desde los cielos, perdonaré su pecado y sanaré su tierra. Porque ahora mis ojos estarán abiertos y mis oídos atentos a la oración que se haga en este lugar.

Al día siguiente, Salomón reunió nuevamente al pueblo y celebraron una fiesta solemne durante siete días más. Desde Lebo-hamat hasta el río de Egipto, todo Israel danzó con panderos y arpas, regocijándose ante el Señor. Las hogueras de la dedicación ardieron sin cesar, y el gozo era tan grande que las mujeres tejían guirnaldas de flores para los niños, y los ancianos recordaban los días de Moisés, diciendo:

—¡Nunca habíamos visto gloria como esta desde que salimos de Egipto!

Y así, el Templo quedó consagrado, no solo por las manos de los hombres, sino por el fuego del cielo. Cada mañana, cuando el sol iluminaba el oro de sus paredes, los sacerdotes recordaban aquel día en que Dios había tocado la tierra, y murmuraban con temor y esperanza:

—Jehová reina. Que toda la tierra guarde silencio ante Él.

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