Biblia Sagrada

El Pacto Renovado en Moab (Note: Since the original title El Pacto Renovado en Moab is already concise (22 characters), meaningful, and fits well within the 100-character limit, I’ve kept it as the best option. It captures the essence of the story—the renewal of the covenant—and the setting—Moab. No symbols or quotes were present in the original title, so no further edits were needed.) Alternative (if variation is desired): – **La Renovación del Pacto en Moab** (28 characters) – **Israel Renueva el Pacto con Dios** (30 characters) But the original remains the strongest choice.

**El Pacto Renovado en Moab**

El sol se inclinaba hacia el occidente, bañando las vastas llanuras de Moab con un resplandor dorado. Las tribus de Israel se habían congregado una vez más, no como un grupo de esclavos fugitivos, sino como un pueblo forjado en el crisol del desierto. Habían visto las maravillas de Egipto, el poder de Dios en el Mar Rojo y su provisión milagrosa de maná y agua de la roca. Ahora, en el umbral de la Tierra Prometida, Moisés, el siervo fiel del Señor, se alzó frente a ellos con el peso de la sabiduría divina en sus palabras.

El aire estaba cargado de solemnidad. No era un día cualquiera. Era el día en que renovarían el pacto que Dios había establecido con ellos en el Monte Horeb. Moisés, con su barba blanca y su rostro marcado por años de liderazgo, extendió sus manos hacia el pueblo. Su voz, aunque envejecida, retumbó con la autoridad de quien había hablado cara a cara con el Todopoderoso.

—Hoy están todos ustedes en presencia del Señor su Dios —comenzó—, los jefes de sus tribus, los ancianos, los oficiales, todos los hombres de Israel, junto con sus mujeres y niños, y los extranjeros que viven entre ustedes, los que cortan la leña y los que sacan el agua.

El silencio era casi palpable. Hasta los niños, que normalmente correteaban entre las tiendas, se detuvieron, sintiendo la gravedad del momento. Moisés continuó:

—Ustedes han visto todo lo que el Señor hizo en Egipto, ante sus propios ojos, a Faraón y a todos sus siervos. Vieron aquellas grandes pruebas, aquellas señales y aquellos prodigios. Pero hasta el día de hoy, el Señor no les ha dado corazón para entender, ni ojos para ver, ni oídos para escuchar.

Un murmullo recorrió la multitud. Algunos bajaron la cabeza, recordando las veces que habían dudado, que se habían quejado, que habían desafiado a Dios en el desierto. Moisés no los condenó, pero sus palabras eran un recordatorio solemne: el pacto no era solo una promesa, era una responsabilidad.

—Durante cuarenta años los guié por el desierto —prosiguió Moisés—, y ni sus ropas ni sus sandalias se gastaron. No comieron pan ni bebieron vino ni licor, para que supieran que yo soy el Señor su Dios.

El pueblo recordó entonces cómo Dios los había sostenido. Las sandalias que no se desgastaban, las ropas que no se rasgaban, el maná que caía cada mañana. Era como si el tiempo mismo se detuviera para ellos, porque el Señor era su proveedor.

Moisés alzó entonces un rollo de pergamino, donde estaban escritas las palabras del pacto.

—Hoy hacemos un pacto con el Señor —declaró—, no solo con ustedes, sino también con los que no están aquí hoy. Porque ustedes saben cómo vivimos en Egipto y cómo pasamos por las naciones al salir de allí. Vieron sus detestables ídolos, hechos de madera y piedra, de plata y oro.

Un escalofrío recorrió la multitud. Recordaban los ídolos mudos de Egipto, los altares paganos de los pueblos que habían cruzado. Sabían que la tentación de volverse a esas cosas era real.

—No sea que haya entre ustedes algún hombre o mujer, familia o tribu, cuyo corazón se aparte del Señor nuestro Dios para ir a servir a los dioses de esas naciones —advirtió Moisés con firmeza—. No sea que haya alguna raíz venenosa que brote y cause amargura, contaminando a muchos.

El pueblo entendió entonces que el pacto no era solo una bendición, sino también una advertencia. Dios era misericordioso, pero también era santo. No toleraría la idolatría.

Moisés miró hacia el horizonte, donde se divisaban las colinas de Canaán.

—Las generaciones futuras —dijo—, los extranjeros que vengan de lejos, verán las plagas de esta tierra y las enfermedades que el Señor enviará sobre ella. Verán cómo el azufre y la sal la consumen, cómo no se siembra ni produce nada, cómo ni siquiera crece hierba en ella.

Era una imagen aterradora, pero necesaria. La tierra misma testificaría contra ellos si rompían el pacto.

—Todas las naciones preguntarán —continuó Moisés—: “¿Por qué hizo esto el Señor a esta tierra? ¿Por qué este gran ardor de ira?”. Y la respuesta será: “Porque abandonaron el pacto del Señor, el Dios de sus padres, el pacto que hizo con ellos cuando los sacó de Egipto”.

El silencio se hizo más profundo. Cada palabra de Moisés era como un martillo que forjaba el destino del pueblo. No había ambigüedad. La obediencia traería bendición; la rebelión, maldición.

Finalmente, Moisés concluyó con palabras que resonarían por generaciones:

—Las cosas secretas pertenecen al Señor nuestro Dios, pero las reveladas son para nosotros y para nuestros hijos para siempre, a fin de que cumplamos todas las palabras de esta ley.

El sol se había puesto ahora, y las primeras estrellas comenzaban a aparecer. El pueblo se dispersó en silencio, meditando en el peso del pacto que acababan de renovar. Sabían que no era solo un acuerdo, sino una relación. Dios los había elegido. Y ahora, ellos debían elegirlo a Él, cada día, en cada paso hacia la Tierra Prometida.

Y así, bajo el cielo estrellado de Moab, Israel se preparó para cruzar el Jordán, llevando consigo no solo las promesas de Dios, sino también la solemne responsabilidad de ser su pueblo santo.

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