Biblia Sagrada

El Salmo 141: Oración y Pureza en Tiempos de Prueba

**El Salmo 141: Una Historia de Oración y Pureza en Tiempos de Prueba**

En los días del rey David, cuando las sombras de la traición y la iniquidad se cernían sobre su reino, el corazón del monarca clamaba al Señor con angustia y fervor. Había quienes conspiraban en las sombras, aduladores con palabras suaves como miel pero llenas de veneno, y hombres violentos que buscaban arrastrarlo al pecado. En medio de esta tempestad, David se refugió en la oración, elevando un canto que resonaría por generaciones: el Salmo 141.

Era el ocaso, y las primeras estrellas comenzaban a brillar sobre Jerusalén. David, en su aposento privado, cayó de rodillas frente a una lámpara de aceite que danzaba con tenue luz. Sus manos, callosas por años de batallas y suaves por los salmos que había escrito, se alzaron hacia el cielo como sacrificio vespertino.

*»Oh Señor, a ti clamo; apresúrate a mí. Escucha mi voz cuando a ti clamo»*, susurró con voz quebrada.

El peso de la corona a veces era más pesado que el de una armadura. Aquel día, uno de sus consejeros había venido con noticias de una nueva conspiración. Algunos de sus hombres, incluso aquellos que alguna vez juraron lealtad, ahora murmuraban en los patios del palacio. David sabía que, si no guardaba su corazón, la ira o el orgullo podrían vencerlo.

*»Sea puesta mi oración delante de ti como el incienso, el don de mis manos como la ofrenda de la tarde»*, continuó, recordando el humo fragante que ascendía del altar del templo.

En ese momento, una brisa suave entró por la ventana, llevando consigo el aroma de los olivos que crecían en los valles. David cerró los ojos, imaginando su súplica elevándose como el incienso sagrado, llevando sus temores y anhelos directamente al trono del Altísimo.

Pero no solo pedía por protección. Sabía que el mayor peligro no siempre venía de las espadas enemigas, sino de su propia lengua.

*»Pon guarda a mi boca, oh Señor; guarda la puerta de mis labios»*, rogó.

Había visto cómo las palabras imprudentes podían encender conflictos, cómo un comentario apresurado podía herir más que una flecha. No quería que su voz se mezclara con la de los impíos, aquellos que usaban el engaño como arma.

De pronto, un ruido en el pasillo interrumpió su meditación. Era uno de sus capitanes, llegando con urgencia.

—Mi rey —dijo el hombre, inclinándose—, los hijos de Belial han tendido una emboscada cerca de Hebrón. Te piden que los maldigas antes de la batalla.

David respiró hondo. La tentación de desatar su ira era fuerte, pero recordó su propia oración. En lugar de maldecir, alzó nuevamente sus ojos al cielo.

*»No dejes que mi corazón se incline al mal, ni que yo practique obras impías»*, murmuró antes de responder al capitán.

—No caeremos en sus juegos. Marcharemos, pero no con odio en el corazón. Que el Señor juzgue según su justicia.

Esa noche, mientras las tropas se preparaban, David se mantuvo en vigilia. Sabía que la verdadera batalla no era solo contra carne y sangre, sino contra las sombras que buscaban manchar su alma.

Al amanecer, cuando el sol doró las colinas de Judá, llegó la noticia: los conspiradores habían sido dispersados sin necesidad de derramamiento de sangre. Algunos incluso, al ver la misericordia de David, se arrepintieron y volvieron a su servicio.

El rey sonrió, recordando las palabras finales de su salmo: *»Mientras yo escape, ellos entenderán que tus palabras fueron dulces… Como el barro que se rompe en tierra seca, así serán esparcidos sus huesos a la boca del Seol.»*

La justicia divina no fallaba. Los malvados caerían por su propia maldad, pero David, guardando su corazón y su lengua, permanecería bajo la sombra del Todopoderoso.

Y así, en los años venideros, cada vez que la oscuridad amenazara con rodearlo, David volvería a elevar el Salmo 141, recordando que la oración era su escudo, y la pureza, su fortaleza.

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