**El Verdadero Profeta de Dios**
En los días cuando Israel acampaba en las llanuras de Moab, a punto de cruzar el Jordán para tomar posesión de la Tierra Prometida, el pueblo se congregó alrededor de Moisés, ansioso por escuchar las palabras que el Señor había puesto en su boca. El sol caía sobre el desierto con un fulgor dorado, y una brisa ligera agitaba las vestiduras de los israelitas mientras se reunían frente a la tienda del encuentro.
Moisés, con el rostro aún resplandeciente por su cercanía con Dios, alzó su voz y comenzó a hablar:
—Escuchen, hijos de Israel, las ordenanzas que el Señor nuestro Dios ha establecido para ustedes. Cuando entren en la tierra que Él les da, no imitarán las abominaciones de las naciones que allí habitan. No habrá entre ustedes quien practique adivinación, ni hechicería, ni quien consulte a los muertos. Porque el Señor aborrece estas cosas, y por ellas está echando a esas naciones de delante de ustedes.
Un murmullo recorrió la multitud. Algunos recordaban las historias de sus padres, de cómo en Egipto los hechiceros habían intentado imitar los prodigios de Dios, solo para quedar en vergüenza cuando el poder del Altísimo se reveló como el único verdadero.
—Ustedes deben ser perfectos delante del Señor su Dios —continuó Moisés—. Esas naciones escuchan a agoreros y adivinos, pero a ustedes el Señor les ha dado algo mayor.
Los ojos del profeta brillaron con convicción mientras señalaba hacia el horizonte, como si viera más allá del tiempo.
—El Señor su Dios levantará un profeta como yo de entre sus hermanos. A él deberán escuchar.
Silencio cayó sobre la asamblea. Todos sabían que Moisés era único, el hombre que había hablado con Dios cara a cara, el libertador elegido para sacarlos de Egipto. ¿Quién podría ser como él?
—En Horeb, cuando el pueblo tembló ante la voz del Señor en el fuego y pidió no escucharla más para no morir, el Altísimo escuchó su súplica —recordó Moisés—. Por eso, Él les dará un profeta en quien pondrá Sus palabras, y les hablará todo lo que Él ordene.
Un joven levita, de nombre Eleazar, inclinó la cabeza pensativo.
—Pero, maestro —preguntó—, ¿cómo sabremos si un profeta habla verdaderamente en nombre del Señor y no por su propia cuenta?
Moisés asintió, anticipando la pregunta.
—Si un profeta habla en nombre del Señor y su palabra no se cumple, esa palabra no provino de Dios. No le teman, pues el Señor probará a los falsos profetas.
La sombra de la tarde se alargaba sobre el campamento mientras las palabras de Moisés resonaban en los corazones de los israelitas. Sabían que, en los días venideros, cuando se establecieran en la tierra de Canaán, enfrentarían la tentación de seguir a los adivinos y hechiceros de los pueblos vecinos. Pero el Señor les prometía algo mejor: un profeta fiel, uno que no hablaría por su propia autoridad, sino que sería la boca misma del Dios vivo.
Y así, con esa promesa grabada en sus corazones, el pueblo de Israel se preparó para cruzar el Jordán, sabiendo que, aunque Moisés no estaría con ellos por mucho tiempo, el Señor no los abandonaría. Levantaría un profeta, un hombre escogido, que los guiaría en verdad y justicia.
Y en los siglos venideros, cuando el verdadero Profeta, el Mesías prometido, se levantaría entre ellos, las palabras de Moisés resonarían de nuevo: *»A él escucharán»*.
Porque solo en el Profeta enviado por Dios —el que habló no con palabras humanas, sino con la autoridad del cielo— encontrarían la verdadera Palabra de vida.