**La Fe que Confiesa: Una Historia Basada en Romanos 10**
El sol comenzaba a ocultarse tras las colinas de Roma, tiñendo el cielo de tonos dorados y púrpuras. En una humilde casa cerca del barrio judío, un grupo de creyentes se reunía en secreto. Entre ellos estaba Marco, un joven griego convertido al Camino, y Lea, una mujer judía que había abrazado la fe en Cristo. Aquella noche, esperaban la llegada de Aquila y Priscila, quienes traían consigo una carta del apóstol Pablo.
Cuando por fin llegaron, la expectación era palpable. Aquila desenrolló el pergamino con cuidado y comenzó a leer en voz alta:
*»Hermanos, el deseo de mi corazón y mi oración a Dios por Israel es que sean salvos»* (Romanos 10:1).
Marco inclinó la cabeza, recordando cómo antes había visto a los judíos con desdén, pensando que su celo por la ley los hacía arrogantes. Pero las palabras de Pablo resonaban con compasión, no con juicio.
*»Porque yo testifico que tienen celo de Dios, pero no conforme al conocimiento»* (Romanos 10:2).
Lea suspiró. Ella misma había sido así, guardando cada precepto con rigor, creyendo que su salvación dependía de sus obras. Hasta que escuchó el mensaje de Cristo.
Aquila continuó leyendo: *»Porque ignorando la justicia de Dios, y procurando establecer la suya propia, no se han sujetado a la justicia de Dios»* (Romanos 10:3).
Un silencio reverente llenó la habitación. Todos entendían ahora lo que Pablo explicaba: la justicia de Dios no se alcanzaba por esfuerzo humano, sino por fe en Jesús.
*»Porque el fin de la ley es Cristo, para justicia a todo aquel que cree»* (Romanos 10:4).
Marco recordó el día en que, caminando por el mercado, escuchó a un predicador hablar de un Salvador crucificado. En ese momento, algo en su corazón se quebró. No fueron argumentos filosóficos lo que lo convenció, sino la verdad sencilla de que Cristo había cumplido lo que él nunca podría.
La lectura continuaba: *»Mas ¿qué dice? Cerca de ti está la palabra, en tu boca y en tu corazón. Esta es la palabra de fe que predicamos»* (Romanos 10:8).
Lea pensó en cómo, desde su conversión, no podía dejar de hablar de Jesús. Antes temía ser rechazada por su familia, pero ahora su corazón ardía por compartir la verdad.
*»Que si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo»* (Romanos 10:9).
Aquila hizo una pausa, dejando que las palabras penetraran. Todos sabían que no se trataba de una mera repetición de palabras, sino de una fe viva que transformaba.
*»Porque con el corazón se cree para justicia, pero con la boca se confiesa para salvación»* (Romanos 10:10).
Marco recordó el bautismo, el momento en que, ante testigos, declaró su fe. No fue un ritual vacío, sino el testimonio público de lo que Dios había hecho en él.
*»Pues la Escritura dice: Todo aquel que en él creyere, no será avergonzado»* (Romanos 10:11).
Lea sonrió. Aunque algunos de sus antiguos amigos la habían rechazado, ella no se arrepentía. Cristo era su tesoro.
*»Porque no hay diferencia entre judío y griego, pues el mismo que es Señor de todos, es rico para con todos los que le invocan»* (Romanos 10:12).
Marco miró a los demás: judíos, gentiles, esclavos, libres. En Cristo, todos eran uno.
*»Porque todo aquel que invocare el nombre del Señor, será salvo»* (Romanos 10:13).
Aquila terminó la lectura, y un sentimiento de gozo llenó el lugar. Sabían que la salvación no era para unos pocos, sino para todo aquel que creyera.
**Epílogo**
Años más tarde, Marco y Lea seguían sirviendo fielmente. Marco, ahora un anciano, contaba esta historia a los nuevos creyentes, recordándoles que la fe no estaba lejos, sino en sus labios y corazones. Y así, el mensaje de Romanos 10 seguía vivo, transformando vidas, generación tras generación.
*»¿Y cómo oirán sin haber quien les predique?»* (Romanos 10:14).
La misión continuaba. La fe seguía confesándose. Y el nombre de Jesús seguía siendo proclamado.