**La Curación en el Día de Reposo y la Elección de los Doce**
El sol de la mañana bañaba las calles polvorientas de Capernaúm, iluminando las paredes de piedra de la sinagoga donde Jesús había llegado para enseñar. Era día de reposo, y los líderes religiosos, con sus largas túnicas y rostros severos, vigilaban cada movimiento del Maestro, esperando cualquier motivo para acusarlo. Entre la multitud que se apiñaba dentro y fuera del lugar sagrado, había un hombre cuya mano derecha estaba seca, marchita como una rama muerta. Los fariseos observaban con ojos penetrantes, preguntándose si Jesús se atrevería a sanarlo en el día prohibido.
Jesús, conociendo sus pensamientos, alzó la voz y dijo: «Levántate y ponte en medio». El hombre, tembloroso pero obediente, se abrió paso entre la gente hasta quedar frente a todos. Entonces, el Señor miró a los fariseos y preguntó con firmeza: «¿Qué está permitido en el día de reposo: hacer el bien o hacer el mal, salvar una vida o matar?». Un silencio pesado llenó el lugar. Nadie se atrevía a responder.
Con un suspiro de tristeza por la dureza de sus corazones, Jesús extendió su mano hacia el enfermo y ordenó: «Extiende tu mano». El hombre lo hizo, y al instante, sus músculos y tendones cobraron vida, la piel se llenó de color, y sus dedos, antes inertes, se movieron con libertad. La multitud estalló en murmullos de asombro, pero los fariseos, lejos de alegrarse, salieron furiosos y comenzaron a conspirar con los herodianos para destruirlo.
**La Multitud y los Espíritus Inmundos**
Jesús, sabiendo que su hora aún no había llegado, se retiró con sus discípulos hacia el mar de Galilea. Una gran muchedumbre lo seguía, no solo de Galilea, sino también de Judea, Jerusalén, Idumea, y más allá del Jordán. Gente de todas las regiones venía, arrastrando enfermos, endemoniados y afligidos, hasta el punto de que el Señor pidió a sus discípulos que tuvieran lista una barca para que la multitud no lo aplastara.
Los espíritus inmundos, al verlo, caían postrados y gritaban: «¡Tú eres el Hijo de Dios!». Pero Jesús les reprendía con autoridad, ordenándoles que no revelaran su identidad. El aire se llenaba de un clamor sobrenatural cada vez que una persona era liberada, y los demonios, obligados a obedecer, salían entre gemidos y convulsiones.
**La Elección de los Doce**
Al amanecer del siguiente día, Jesús subió a un monte solitario para orar. Las primeras luces del alba teñían el cielo de púrpura mientras el Hijo de Dios conversaba con el Padre. Después de horas de intimidad divina, llamó a los que él quiso, y ellos vinieron a él. Allí, en la cima del monte, rodeado por el silencio sagrado de la creación, estableció a doce para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar.
Uno a uno, los llamó: Simón, a quien puso por nombre Pedro; Santiago y Juan, hijos del Zebedeo, a quienes llamó «Hijos del Trueno»; Andrés, Felipe, Bartolomé, Mateo, Tomás, Santiago hijo de Alfeo, Tadeo, Simón el Zelote y Judas Iscariote, el que después lo traicionaría. Cada nombre resonó con propósito eterno, cada vida fue marcada para una misión que cambiaría el mundo.
**La Acusación de los Escribas**
Mientras descendían del monte, llegaron a una casa donde Jesús continuaba enseñando. La noticia de sus milagros se había esparcido, y hasta los escribas de Jerusalén habían venido para investigar. Al ver cómo liberaba a los endemoniados, murmuraron entre sí: «¡Está poseído por Beelzebú! ¡Por el poder del príncipe de los demonios echa fuera los demonios!».
Jesús, con mirada penetrante, los llamó y les habló en parábolas: «¿Cómo puede Satanás echar fuera a Satanás? Si un reino está dividido contra sí mismo, no puede permanecer. Y si una casa está dividida, caerá». Luego, con voz solemne, añadió: «Nadie puede entrar en la casa del hombre fuerte y saquear sus bienes si primero no lo ata. Solo entonces podrá saquear su casa».
Sus palabras eran claras: el poder de Jesús no venía del maligno, sino del Espíritu Santo. Y entonces les advirtió: «Todos los pecados serán perdonados a los hijos de los hombres, incluso sus blasfemias. Pero el que blasfeme contra el Espíritu Santo no tiene jamás perdón, sino que es culpable de pecado eterno».
**La Verdadera Familia de Jesús**
Mientras hablaba, llegaron su madre y sus hermanos, que se quedaron afuera y lo mandaron llamar. Alguien le avisó: «Tu madre y tus hermanos están afuera y te buscan». Jesús, mirando a los que estaban sentados alrededor suyo—hombres y mujeres que lo escuchaban con fe—respondió: «¿Quiénes son mi madre y mis hermanos?». Luego, extendiendo su mano hacia sus discípulos, declaró: «¡He aquí mi madre y mis hermanos! Porque todo aquel que hace la voluntad de Dios, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre».
Un silencio reverente llenó el lugar. Las palabras del Maestro resonaban en los corazones, invitando a todos a una familia más grande, unida no por la sangre, sino por la obediencia al Padre celestial. Y así, entre curaciones, confrontaciones y llamados, el Reino de Dios seguía avanzando, irresistible como el amanecer.