**El Banquete del Rey**
En los días antiguos, cuando las naciones se levantaban y caían como las olas del mar, el profeta Isaías recibió una visión poderosa del Señor. Era un mensaje de esperanza en medio de la desolación, una promesa que resonaría a través de los siglos.
**La Ciudad de los Orgullosos**
Había una ciudad fuerte, cuyos muros se alzaban imponentes contra el cielo. Sus habitantes se jactaban de su poder, creyendo que nada podría derribarlos. Construyeron palacios adornados con oro y levantaron torres que parecían rozar las nubes. Pero su corazón estaba lleno de soberbia, y sus manos, de injusticia.
Entonces, el Señor extendió su mano sobre ellos. Como un huracán que arrasa con todo a su paso, la ciudad fue humillada. Sus murallas se desmoronaron como arena, y el polvo cubrió sus calles. Los poderosos cayeron de rodillas, clamando entre las ruinas, pero ya era demasiado tarde. El juicio de Dios había llegado.
**El Refugio de los Pobres**
Pero en medio de la destrucción, había un pueblo que confiaba en el Señor. Eran los humildes, los que sufrían bajo el peso de la opresión. Para ellos, Dios no era un juez lejano, sino un refugio en la tormenta. Cuando el calor del desierto los consumía, Él era sombra de una gran roca. Cuando sus enemigos los perseguían, Él era fortaleza contra el violento.
Y entonces, el profeta vio algo maravilloso:
*»En este monte, el Señor de los ejércitos preparará un banquete para todos los pueblos, un festín de manjares suculentos, un banquete de vinos añejados, de platillos exquisitos, de vinos refinados.»* (Isaías 25:6)
**El Gran Banquete**
Era una escena celestial. En la cima de un monte santo, el Señor mismo había extendido una mesa. No era un banquete común, sino una fiesta para todas las naciones. Los que antes habían sido enemigos ahora se sentaban juntos. Los hambrientos eran saciados, los afligidos consolados.
Y en medio de ellos, estaba el Rey. No con corona de oro, sino con vestiduras de justicia. No con espada de guerra, sino con las manos extendidas para bendecir.
Entonces, el profeta entendió: este banquete no era solo para aquel tiempo, sino para el fin de los días. Era la promesa de que un día, Dios destruiría la muerte para siempre.
*»Él destruirá la muerte para siempre. El Señor Dios enjugará las lágrimas de todos los rostros y quitará el oprobio de su pueblo de sobre toda la tierra, porque el Señor lo ha dicho.»* (Isaías 25:8)
**La Victoria Final**
Y así, mientras el mundo seguía su curso, la promesa permanecía. Aunque las naciones se levantaran y cayeran, aunque el mal pareciera triunfar por un tiempo, el banquete del Rey algún día sería realidad.
Porque el Señor no olvida a los suyos. Y cuando llegue el día final, la muerte será vencida, las lágrimas serán secadas, y todos los que confiaron en Él se sentarán en la mesa del gran festín, donde el gozo no tendrá fin.
Y así termina la visión, pero la promesa sigue viva. Porque el Dios que juzga es también el Dios que salva, y su banquete está preparado para todos los que creen.