Biblia Sagrada

La Promesa del Consolador (99 caracteres)

**El Consuelo del Espíritu Santo**

El aire en el aposento alto era denso, cargado con el peso de las palabras que Jesús había compartido con sus discípulos. Las lámparas de aceite proyectaban sombras temblorosas sobre las paredes, mientras los doce se reclinaban alrededor de la mesa, sus rostros reflejando una mezcla de confusión y tristeza. Jesús, con mirada serena pero llena de compasión, les hablaba con claridad:

—Les he dicho estas cosas para que no tropiecen. Llegará el momento en que serán expulsados de las sinagogas; más aún, cuando quien les dé muerte crea que está rindiendo culto a Dios.

Tomás, siempre el pragmático, frunció el ceño.

—Señor, si esto ha de suceder, ¿cómo podremos soportarlo?

Jesús asintió lentamente, extendiendo sus manos como si quisiera abrazar sus temores.

—No estarán solos. Cuando venga el Consolador, el Espíritu de verdad que procede del Padre, Él dará testimonio de mí. Y ustedes también darán testimonio, porque han estado conmigo desde el principio.

Pedro, cuyo corazón ardía con fervor, apretó los puños.

—Señor, estamos dispuestos a seguirte hasta la muerte.

Jesús lo miró con tristeza, sabiendo lo que pronto ocurriría.

—Pedro, antes de que cante el gallo, me negarás tres veces. Pero no se turbe su corazón. Les conviene que yo me vaya, porque si no me voy, el Consolador no vendrá a ustedes. Pero si me voy, se lo enviaré.

Los discípulos intercambiaron miradas perplejas. ¿Cómo podía ser mejor que Él se fuera? Santiago el Menor, el más callado del grupo, murmuró:

—No entendemos…

Jesús continuó con paciencia infinita:

—Cuando Él venga, convencerá al mundo de pecado, de justicia y de juicio. De pecado, porque no creen en mí; de justicia, porque voy al Padre y ya no me verán; y de juicio, porque el príncipe de este mundo ha sido juzgado.

Judas (no el Iscariote) preguntó con voz temblorosa:

—Señor, ¿por qué te revelas a nosotros y no al mundo?

Jesús sonrió suavemente.

—Si alguno me ama, guardará mi palabra; y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él. El que no me ama, no guarda mis palabras. Pero el Consolador, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, Él les enseñará todas las cosas y les recordará todo lo que les he dicho.

El silencio se extendió por el lugar, solo roto por el crepitar de las lámparas. Jesús, viendo la angustia en sus rostros, añadió con voz firme:

—Les dejo paz; mi paz les doy. No como el mundo la da se la doy yo. No se turbe su corazón ni tenga miedo.

Felipe, recordando las palabras anteriores, preguntó:

—Señor, ¿cuándo sucederá esto?

—Dentro de poco —respondió Jesús—, ya no me verán; y un poco después, me volverán a ver.

Los discípulos susurraron entre sí, tratando de descifrar el significado. Jesús, con ternura, concluyó:

—Ahora hablo en figuras, pero vendrá el día en que les hablaré claramente acerca del Padre. En ese día, pedirán en mi nombre, y no les digo que yo rogaré al Padre por ustedes, pues el Padre mismo los ama, porque ustedes me han amado y han creído que salí de Dios.

Una paz inexplicable comenzó a asentarse en sus corazones. Aunque las sombras de la noche se alargaban y la hora de la prueba se acercaba, la promesa del Consolador brillaba como una luz en la oscuridad. Jesús, levantando los ojos al cielo, oró en silencio, mientras sus discípulos, fortalecidos por sus palabras, se preparaban para el camino que habrían de recorrer.

Y así, en aquel aposento alto, entre el susurro de la noche y el peso de la profecía, quedó sellada la promesa: no estarían solos. El Espíritu Santo vendría, y con Él, la fuerza para testificar, la sabiduría para entender, y el consuelo para seguir adelante.

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