**La Angustia de Jeremías y la Respuesta del Señor**
En los días del rey Joacim, cuando Judá se hundía en la idolatría y la injusticia, el profeta Jeremías caminaba por las calles de Jerusalén con el corazón destrozado. El sol abrasador del mediodía caía sobre su rostro, pero el fuego que ardía dentro de él era aún más intenso. Cada día, sus palabras de advertencia eran ignoradas, sus súplicas despreciadas.
Una tarde, mientras se arrodillaba en el silencio de su habitación, Jeremías alzó su voz al cielo con un lamento desgarrador:
—¡Oh Señor, Justo Juez! ¿Por qué prosperan los malvados? ¿Por qué viven en paz los traidores? Tú los plantas, y ellos echan raíces; crecen y dan fruto. Con los labios te honran, pero sus corazones están lejos de Ti. ¡Tú, Señor, me conoces! Tú ves mi integridad, sabes que he proclamado Tu palabra sin temor. ¿Por qué, entonces, los impíos triunfan mientras yo sufro?
El profeta cerró los ojos, imaginando los campos verdes de Anatot, su tierra natal, ahora en manos de hombres corruptos que se burlaban de su llamado. Recordó las risas de aquellos que decían: «¿Dónde está tu Dios? Si Él es tan poderoso, ¿por qué no actúa?»
**La Respuesta del Señor**
Entonces, en medio de la noche, el Espíritu del Señor envolvió a Jeremías, y la voz del Todopoderoso resonó en lo más profundo de su ser:
—Si corriste con los de a pie y te cansaron, ¿cómo podrás competir con los caballos? Si en tierra de paz te sentiste inseguro, ¿qué harás cuando se levante el orgullo del Jordán?
Jeremías sintió un escalofrío. Las palabras del Señor eran claras: lo que había enfrentado hasta ahora era solo el principio. Pruebas más duras vendrían, y si ya se quejaba, ¿cómo resistiría cuando la tormenta arreciara?
El Señor continuó:
—Hasta tus hermanos y la casa de tu padre te han traicionado. Aun ellos te persiguen con gritos de guerra. No confíes en ellos, aunque te hablen con dulzura.
El corazón de Jeremías se estremeció al recordar las miradas de desprecio de sus parientes, quienes lo consideraban un loco por anunciar destrucción. Pero el Señor no había terminado:
—He abandonado Mi heredad, he entregado Mi propiedad amada en manos de sus enemigos. Mi pueblo se ha vuelto contra Mí como león rugiente en la selva. Por eso lo aborrezco. Sobre Mi tierra viene un desierto, un yermo desolado.
Jeremías sintió el peso de esas palabras. La ira de Dios no era caprichosa, sino justa. Judá había sembrado vientos y ahora cosecharía tempestades.
**La Esperanza en Medio del Juicio**
Pero en medio del juicio, el Señor dejó una puerta abierta:
—Mas si aquellos pueblos a los que expulso aprenden las sendas de Mi pueblo y juran por Mi nombre, diciendo: «¡Vive el Señor!», entonces serán edificados en medio de Mi pueblo. Pero si no escuchan, arrancaré a esa nación de raíz y la destruiré.
Jeremías comprendió que la misericordia de Dios aún brillaba en la oscuridad. El juicio no era el fin, sino una corrección dolorosa para llamar al arrepentimiento.
Al amanecer, el profeta salió de su casa con renovada determinación. Sabía que el camino sería difícil, que muchos lo rechazarían, pero también sabía que el Señor estaba con él. Y si tenía que correr contra caballos, no lo haría con sus propias fuerzas, sino con el poder del Dios que lo había llamado.
Así, Jeremías continuó su ministerio, proclamando sin miedo la palabra del Señor, confiando en que, aunque la tierra se sacudiera, la justicia divina prevalecería al final.