**El Ídolo que No Puede Salvar: Una Historia Basada en Isaías 46**
El sol se alzaba sobre Babilonia, bañando de dorado los majestuosos templos y las imponentes estatuas de los dioses paganos. Las calles bullían con mercaderes, sacerdotes y adoradores que llevaban ofrendas a Bel y Nebo, los dioses a quienes el rey Nabucodonosor y su pueblo rendían culto. Entre la multitud, un grupo de judíos cautivos caminaba con rostros sombríos, recordando con nostalgia Jerusalén y el verdadero Dios que los había librado de Egipto.
En medio de ellos estaba un anciano llamado Ezequías, quien, aunque llevaba décadas en el exilio, nunca había perdido su fe en el Señor. Una mañana, mientras pasaba frente al templo de Bel, vio a un grupo de sacerdotes babilónicos sudando bajo el peso de la estatua de su dios, cargándola sobre sus hombros con gran esfuerzo. La imagen, tallada en oro y piedras preciosas, brillaba bajo el sol, pero sus ojos vacíos no veían, y sus pies inertes no podían moverse por sí mismos.
—¡Mirad! —exclamó uno de los sacerdotes—. ¡Bel es poderoso! ¡Él nos protege y nos da victoria!
Ezequías no pudo contener un suspiro. Recordó las palabras del profeta Isaías, que resonaban en su corazón como un eco divino:
*»Bel se ha doblegado, Nebo se ha inclinado; sus ídolos son puestos sobre bestias y animales, cargas pesadas para los cansados. Se han doblegado, se han inclinado juntos; no pudieron salvar la carga, y ellos mismos han ido al cautiverio.»* (Isaías 46:1-2)
Mientras observaba la escena, un joven judío llamado Danel se acercó a él, confundido.
—Abuelo Ezequías, ¿por qué los babilonios adoran estatuas que no pueden ni moverse?
El anciano posó una mano sobre el hombro del muchacho y señaló hacia los sacerdotes, que ahora gemían bajo el peso del ídolo.
—Mira, Danel. Ellos cargan a su dios, pero nuestro Dios nos carga a nosotros.
El joven frunció el ceño, sin comprender.
—¿Qué quieres decir?
Ezequías sonrió con ternura.
—El Señor nos dijo por medio del profeta: *»Escuchadme, oh casa de Jacob, y todo el remanente de Israel: los que sois llevados por mí desde el vientre, los que sois sustentados desde la cuna. Hasta vuestra vejez yo seré el mismo, y hasta vuestras canas os sostendré. Yo os hice, yo os llevaré, yo os sostendré y os guardaré.»* (Isaías 46:3-4)
Danel miró hacia los sacerdotes, que ahora tropezaban bajo el peso del ídolo, y luego hacia el cielo despejado, donde el Dios invisible de Israel reinaba con poder.
—Entonces… ¿nuestro Dios no necesita que lo carguemos?
—No, hijo mío —respondió Ezequías con firmeza—. Él es quien nos carga a nosotros. Nos lleva en sus brazos como un padre lleva a su hijo.
Mientras hablaban, un grito resonó en la plaza. Uno de los sacerdotes había caído, y la estatua de Bel se había estrellado contra el suelo, rompiéndose en pedazos. La multitud gritó consternada, mientras los adoradores se arrodillaban, desesperados, tratando de juntar los fragmentos de su dios inútil.
Ezequías aprovechó el momento para hablar con voz clara, dirigiéndose no solo a Danel, sino a todos los judíos que lo rodeaban.
—¡Recordad esto, pueblo mío! Los dioses de Babilonia son carga para los hombres, pero nuestro Dios es fortaleza para los débiles. Ellos fabrican sus ídolos con manos humanas, pero el Señor nos formó con sus propias manos. Ellos temen cuando sus dioses caen, pero nosotros confiamos en Aquel que nunca cae.
Un silencio reverente cayó sobre los cautivos, mientras las palabras del anciano encendían una llama de esperanza en sus corazones.
—¿Y qué hay de Ciro, el persa del que habló Isaías? —preguntó una mujer llamada Sarai—. ¿Acaso no dijo el profeta que un rey llamado Ciro vendría a liberarnos?
Ezequías asintió.
—Así es. El Señor lo ha declarado: *»Desde el oriente llamo al ave de rapiña, de tierra lejana al varón de mi consejo. Yo hablé, y lo haré venir; lo he planeado, y también lo haré.»* (Isaías 46:11)
Los judíos murmuraban entre sí, reconfortados por la promesa. Mientras los babilonios lloraban por su dios roto, el pueblo de Dios recordaba que su Redentor vivía, y que ninguna estatua podía compararse a Él.
Años más tarde, cuando Ciro el Persa conquistó Babilonia y decretó la libertad de los judíos, las palabras de Isaías se cumplieron al pie de la letra. Los ídolos de Babilonia cayeron en el olvido, pero el Dios de Israel siguió reinando, fiel a su promesa de llevar a su pueblo en sus brazos, desde el exilio hasta la restauración.
Y así, generación tras generación, los hijos de Jacob recordaron:
*»Acordaos de esto, y tenedlo por firme; llevadlo a la memoria, oh transgresores. Acordaos de las cosas pasadas desde los tiempos antiguos: que yo soy Dios, y no hay otro; yo soy Dios, y no hay ninguno como yo.»* (Isaías 46:8-9)
Porque solo el Señor es digno de adoración. Solo Él puede sostener a su pueblo. Solo Él es Dios.