**El Salmo 55: La Traición y el Refugio en Dios**
En los días del rey David, cuando las sombras de la traición y la angustia se cernían sobre Jerusalén, el corazón del monarca se encontraba abrumado por un dolor profundo. No era el clamor de la guerra ni el rugir de los enemigos externos lo que lo afligía, sino el puñal de la deslealtad clavado por alguien cercano, alguien en quien había confiado.
David, con el rostro bañado en lágrimas, se retiró a su aposento privado en el palacio. Las paredes de piedra, testigos mudos de sus oraciones, resonaban con sus gemidos. «¡Escucha, oh Dios, mi oración!», clamaba con voz quebrada. «No ignores mi súplica; atiéndeme y respóndeme, porque mis pensamientos me agitan con violencia, y el terror me envuelve» (Salmo 55:1-2).
El rey recordaba los días en que huía de Saúl, cuando el peligro era claro y los enemigos visibles. Pero ahora, el dolor era más punzante, porque la traición venía de un amigo, de un hombre que había compartido su mesa, cuyas palabras habían sido suaves como la miel, pero cuyo corazón albergaba maldad. «No es un enemigo el que me insulta, porque eso lo soportaría; no es un adversario el que se ha alzado contra mí, porque de él me escondería. ¡Pero eres tú, un hombre como yo, mi compañero, mi íntimo amigo!» (Salmo 55:12-13).
David se levantó y caminó hacia la ventana, observando la ciudad que gobernaba. Jerusalén, la ciudad de paz, ahora parecía un lugar de intrigas. Las sombras de la conspiración se movían entre sus calles, y el susurro de los traidores llegaba hasta sus oídos. «La maldad está en medio de ellos; la opresión y el engaño no abandonan sus plazas» (Salmo 55:11).
En su desesperación, el rey anhelaba escapar. «Oh, si tuviera alas como de paloma, volaría y encontraría reposo. Huiría lejos, moraría en el desierto» (Salmo 55:6-7). Pero sabía que no podía huir de su responsabilidad ni de la voluntad de Dios. Entonces, arrodillándose, elevó su voz una vez más: «Encomienda tu carga al Señor, y Él te sostendrá; no permitirá que el justo caiga para siempre» (Salmo 55:22).
Y en ese momento, como el alba que disipa las tinieblas, una paz sobrenatural descendió sobre él. David recordó las promesas del Señor, el Dios que había sido su refugio desde su juventud. «Pero yo invocaré a Dios, y el Señor me salvará. Tarde y mañana y al mediodía oraré y clamaré, y Él oirá mi voz» (Salmo 55:16-17).
Con renovada fortaleza, David se levantó, sabiendo que aunque los hombres fallaran, Dios nunca lo haría. La traición lo había herido, pero su fe en el Justo Juez lo sostendría. Y así, el rey salió de su aposento, listo para enfrentar lo que viniera, con la certeza de que el Señor era su escudo y su eterno consuelo.
**Fin.**