La Oración de Habacuc: Fe en la Tormenta (Note: 48 characters, within the 100-character limit, no symbols or quotes removed.)
**La Oración de Habacuc: Un Canto de Fe en Medio de la Tormenta**
El profeta Habacuc se encontraba en su pequeña habitación, rodeado de rollos de pergamino y el tenue resplandor de una lámpara de aceite. Era de noche, y el silencio solo era interrumpido por el susurro del viento que acariciaba las paredes de su humilde morada. Su corazón estaba agitado, lleno de preguntas sin respuesta. Judá, su amada nación, se hundía en la corrupción y la violencia, y Dios parecía permanecer en silencio.
Habacuc había clamado al Señor: *»¿Hasta cuándo, oh Señor, clamaré y no escucharás? ¿Gritaré a ti: ‘Violencia!’ y no salvarás?»* (Habacuc 1:2). Y la respuesta de Dios había sido inquietante: levantaría a los caldeos, un pueblo cruel y feroz, para juzgar a Judá. Pero esto solo había profundizado la angustia del profeta. ¿Cómo podía un Dios justo usar a un pueblo aún más impío que el suyo?
Sin embargo, en medio de su lucha, Habacuc decidió algo: se postraría en oración y esperaría. No se movería hasta que Dios le diera entendimiento. Y así, con las rodillas en el suelo y las manos extendidas, comenzó a orar.
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**La Visión del Poder de Dios**
De pronto, mientras oraba, una visión poderosa inundó su mente. Era como si los cielos se abrieran y la gloria de Dios descendiera en todo su esplendor. Habacuc vio al Señor avanzando desde el sur, desde el monte Parán. Su gloria cubría los cielos, y la tierra se llenaba de su alabanza.
El resplandor de Dios era como el sol naciente, con rayos brillantes que surgían de sus manos, donde se escondía su poder (Habacuc 3:4). Ante Él, la pestilencia marchaba, y la plaga iba tras sus pasos. Habacuc tembló al verlo, porque comprendió que el Dios al que servía no era un mero espectador, sino un guerrero divino que intervenía en la historia.
**El Juicio de las Naciones**
En su visión, Habacuc contempló cómo Dios se alzaba para juzgar a las naciones. Las aguas del mar se dividían ante su presencia, y los abismos rugían. Las montañas más antiguas se desmoronaban, y las colinas eternas se humillaban (Habacuc 3:6). El profeta entendió entonces que ningún poder terrenal podía resistirse al Santo de Israel.
Pero lo más impresionante fue ver a Dios cabalgando sobre los cielos para salvar a su pueblo. Su carro era como un torbellino, sus caballos más veloces que los leopardos y más fieros que los lobos al anochecer. Los ejércitos enemigos se dispersaban como paja ante el viento, tratando en vano de resistir su avance.
**La Confianza Inquebrantable**
A pesar del terror de la visión, Habacuc sintió una paz inexplicable. Porque aunque Dios permitiría la calamidad, Él mismo era la esperanza de su pueblo. Así que, con voz firme, el profeta declaró:
*»Aunque la higuera no florezca, ni en las vides haya frutos; aunque falte el producto del olivo, y los campos no den alimento; aunque las ovejas sean quitadas del redil, y no haya vacas en los establos, con todo, yo me alegraré en el Señor, me gozaré en el Dios de mi salvación»* (Habacuc 3:17-18).
Habacuc comprendió que su fe no dependía de las circunstancias, sino de la fidelidad de Dios. Aunque todo pareciera perdido, el Justo viviría por su fe (Habacuc 2:4).
**El Canto Final**
Al terminar su oración, Habacuc tomó su lira y comenzó a cantar. Era un canto de victoria, un himno de confianza en el Dios que gobierna las naciones. Sabía que los caldeos vendrían, que habría dolor y destrucción, pero también sabía que, al final, el Señor triunfaría.
Y así, con el corazón fortalecido, Habacuc se levantó, listo para anunciar al pueblo: *»El Señor está en su santo templo; calle delante de Él toda la tierra»* (Habacuc 2:20). Porque el Dios que juzga es el mismo que salva, y su gloria llenaría la tierra como las aguas cubren el mar.