**El Ocaso de Israel: La Caída de Samaria**
El reino de Israel, aquella nación que una vez fue el pueblo escogido de Dios, ahora se encontraba al borde del abismo. Corría el año 723 a.C., y el peso de siglos de rebelión había agotado la paciencia del Señor. El rey Oseas, último monarca del reino del norte, gobernaba desde Samaria, pero su trono era débil, sostenido más por la voluntad de sus opresores que por la bendición divina.
Desde los días de Jeroboam, hijo de Nabat, Israel había caminado por sendas de idolatría. Altares a Baal y Asera se alzaban en las colinas, mientras que becerros de oro eran adorados en Dan y Betel. Profetas como Elías y Eliseo habían clamado contra tanta maldad, pero los corazones del pueblo se endurecieron como piedra. Ahora, el juicio que tanto se había anunciado estaba por llegar.
**La Traición de Oseas y la Ira de Asiria**
El rey Oseas, aunque al principio mostró cierta sumisión a Asiria, pronto conspiró en secreto. Buscó el apoyo de Egipto, aquel imperio que una vez esclavizó a sus antepasados, esperando que los carros de guerra del faraón lo libraran del yugo asirio. Pero su plan fue descubierto. Salmanasar V, rey de Asiria, no toleró tal afrenta. Con un ejército numeroso como la arena del mar, marchó contra Samaria.
La ciudad, orgullosa en su colina, resistió durante tres largos años. Las murallas, antes imponentes, comenzaron a ceder bajo el asedio implacable. El hambre acechaba en cada hogar, y el clamor del pueblo subía hasta los cielos, pero ya no era un clamor de arrepentimiento, sino de desesperación. Finalmente, en el año 720 a.C., las puertas fueron derribadas. Los asirios irrumpieron como una inundación, arrasando todo a su paso.
**El Exilio: El Fin de un Reino**
El rey Oseas fue capturado y encadenado, su suerte sellada en una mazmorra asiria. Pero el castigo no terminó allí. Siguiendo la cruel costumbre de su imperio, los asirios deportaron a miles de israelitas a tierras lejanas: a Halah, a Gozán junto al río Habor, y a las ciudades de los medos. Familias enteras fueron arrancadas de su tierra, obligadas a marchar bajo el látigo de sus captores. Los que una vez habitaron la tierra prometida ahora vagaban como extranjeros en regiones paganas.
Samaria, la ciudad que había sido capital de un reino, quedó desolada. Solo los más pobres, aquellos que no representaban amenaza, fueron dejados atrás para trabajar la tierra. Pero incluso ellos pronto se mezclarían con pueblos extranjeros que el rey de Asiria trajo de Babilonia, Cuta, Ava, Hamat y Sefarvaim. Estos nuevos habitantes no conocían al Dios de Israel, y pronto comenzaron a mezclar sus prácticas paganas con un culto superficial al Señor.
**La Raíz de la Caída**
El escritor sagrado no deja duda sobre la causa de tal desgracia: *»Todo esto sucedió porque los hijos de Israel pecaron contra el Señor su Dios… y sirvieron a ídolos»* (2 Reyes 17:7-8). Aunque el Señor les había advertido por medio de sus profetas, ellos persistieron en su rebelión. Adoraron imágenes talladas, practicaron la hechicería y hasta sacrificaron a sus propios hijos en el fuego, imitando las abominaciones de las naciones que Dios había expulsado ante ellos.
Aun así, en medio del juicio, la misericordia divina no se había extinguido por completo. El Señor siguió enviando profetas a las tribus del norte, llamándolos al arrepentimiento. Pero como advirtió Isaías en aquellos días: *»Oirán, pero no entenderán; verán, pero no percibirán»* (Isaías 6:9).
**Un Pueblo Mezclado y un Culto Corrompido**
Con el tiempo, los extranjeros traídos a Samaria comenzaron a temer al Dios de Israel, pero no de corazón. Adoraban al Señor, pero también erigían sus propios ídolos en los santuarios paganos. Esta mezcla de culto, este sincretismo religioso, sería luego conocido como el origen de los samaritanos, un pueblo que nunca llegó a conocer plenamente al Dios verdadero.
Así terminó el reino de Israel, no con un gemido, sino con el estruendo de cadenas y el silencio de una tierra vacía. Su historia quedó como advertencia para Judá, el reino del sur, que aún se aferraba a Jerusalén. Pero, como mostraría la historia, las mismas sombras de idolatría y rebelión pronto se cernirían también sobre ellos.
El Señor es paciente, pero no ignora el pecado. Aquel que una vez los sacó de Egipto con mano poderosa, ahora los entregaba al exilio. Sin embargo, incluso en el juicio, la semilla de la esperanza no estaba del todo perdida. Porque el mismo Dios que castiga, también restaura. Y en su tiempo, un remanente volvería, no por mérito propio, sino por la fidelidad de Aquel que nunca abandona su pacto.