**La Parábola del Juez Injusto y la Viuda Persistente**
En los días en que Jesús caminaba por las polvorientas calles de Judea, rodeado de discípulos ávidos de sabiduría y de multitudes que buscaban sanidad, les contó una parábola para enseñarles sobre la necesidad de orar siempre sin desmayar. El sol caía como un manto dorado sobre las colinas, y la brisa agitaba suavemente las hojas de los olivos mientras la gente se reunía a su alrededor.
*»Había en cierta ciudad un juez que ni temía a Dios ni respetaba a los hombres»*, comenzó Jesús, con una voz que resonaba como agua fresca en un valle seco. Los ojos de los oyentes se fijaron en Él, imaginando aquel hombre soberbio, vestido con finas túnicas, sentado en su tribunal de piedra, rodeado de escribas y guardias. Su corazón era duro como la roca, y su justicia, torcida como los senderos del desierto. No le importaban los lamentos del pobre ni el clamor del oprimido.
*»Y había también en aquella ciudad una viuda»*, continuó el Maestro, haciendo una pausa para que la imagen se grabara en sus mentes. Era una mujer de rostro cansado, vestida con ropas desteñidas por el tiempo, cuyas manos mostraban las marcas del trabajo incansable. En aquellos días, una viuda sin protección era como un cordero entre lobos, vulnerable a la injusticia. Alguien le había robado su herencia, quizá un vecino astuto o un prestamista sin escrúpulos, y ella, sin marido que la defendiera, no tenía más recurso que implorar justicia ante aquel juez impío.
Día tras día, la viuda se presentaba ante el tribunal, su voz firme aunque temblorosa: *»Hazme justicia contra mi adversario»*. El juez, fastidiado, la ignoraba, ocupado en sus banquetes y en contar sus monedas de plata. Pero ella no se rendía. Amanecía y ya estaba allí, entre las sombras de la mañana, repitiendo su súplica. Incluso cuando los guardias intentaban apartarla, ella volvía, con la tenacidad de un río que talla la piedra.
Pasaron semanas, y el juez, aunque no tenía temor de Dios ni amor por la ley, comenzó a inquietarse. *»Aunque no temo a Dios ni respeto a los hombres»*, murmuró para sí una noche, mientras el viento silbaba entre los cipreses, *»esta viuda me molesta tanto que le haré justicia, no sea que, con su insistencia, me agote la paciencia»*.
Jesús, mirando a los ojos a sus discípulos, concluyó: *»¿Oís lo que dijo el juez injusto? Pues Dios, ¿no hará justicia a sus escogidos, que claman a Él día y noche? ¿Se tardará en responderles? Os digo que pronto les hará justicia»*.
El silencio se extendió entre la multitud. Algunos bajaron la cabeza, recordando sus propias oraciones no respondidas. Otros, con esperanza renovada, apretaron sus manos en señal de fe.
Entonces, el Señor añadió una pregunta que resonó como un trueno en el corazón de cada creyente: *»Pero cuando venga el Hijo del Hombre, ¿hallará fe en la tierra?»*.
Y así, bajo el cielo infinito de Judea, Jesús les enseñó que la oración no es un mero ritual, sino un clamor confiado a un Padre que escucha, que aunque a veces parezca que calla, está obrando. La viuda persistente no venció por su elocuencia, sino por su fe inquebrantable. Y del mismo modo, los hijos de Dios deben perseverar, sabiendo que Aquel que es justo y misericordioso responderá en el tiempo perfecto.
La tarde caía, y los corazones de los oyentes ardían con una verdad eterna: la oración no es para cambiar la voluntad de Dios, sino para alinear el corazón del hombre con la justicia divina. Y así, con pasos más ligeros, la multitud se dispersó, llevando consigo una lección que trascendería los siglos.