**La Profecía Contra Egipto: El Juicio de Faraón**
En el décimo año del cautiverio de Judá, cuando el pueblo de Israel gemía bajo el peso del exilio, la palabra del Señor vino con poder al profeta Ezequiel. Era un día caluroso en la tierra de los caldeos, donde los ríos de Babilonia fluían lentamente, recordando a los desterrados las aguas del Nilo que una vez habían sido su falsa esperanza. El Señor alzó su voz y dijo a Ezequiel:
—Hijo de hombre, pon tu rostro contra Faraón, rey de Egipto, y profetiza contra él y contra todo Egipto.
Ezequiel, con el corazón ardiendo por el mensaje divino, alzó sus ojos hacia el sur, como si pudiera ver más allá de los desiertos y las montañas, hasta las majestuosas ciudades de Menfis y Tebas, donde el orgullo de Egipto se alzaba como un coloso. El Señor continuó con voz firme:
—Di: ‘Así dice el Señor Dios: He aquí que yo estoy contra ti, Faraón, rey de Egipto, gran dragón que yaces en medio de tus ríos, que has dicho: “El Nilo es mío, yo mismo lo he hecho.”’
El profeta sintió el peso de estas palabras. Egipto, aquella nación poderosa que se creía invencible, había levantado su corazón con soberbia, atribuyéndose el dominio sobre las aguas que solo Dios podía controlar. Faraón, como un cocodrilo gigante, se revolcaba en el lodo del Nilo, creyéndose dueño de la vida misma. Pero el Señor no compartiría su gloria con nadie.
—Por tanto —declaró el Señor—, pondré garfios en tus mandíbulas y haré que los peces de tus ríos se peguen a tus escamas. Te sacaré del Nilo con todos los peces adheridos a ti, y te arrojaré al desierto, a los campos abiertos. Allí caerás y no serás recogido ni enterrado. Te daré por comida a las bestias de la tierra y a las aves del cielo.
Ezequiel vio en visión cómo el gran monstruo, símbolo de Faraón, era arrastrado fuera de su río, lejos de su esplendor, para pudrirse bajo el sol abrasador. Los buitres se congregarían sobre su carne, y su podredumbre llenaría la tierra. Era un juicio divino contra la arrogancia de Egipto, que había seducido a Israel con falsas promesas de ayuda, como una caña quebrada que se clava en la mano de quien se apoya en ella.
El Señor continuó:
—Por cuanto fuiste para la casa de Israel un báculo de caña, cuando se asieron de ti, los quebraste y desgarraste sus hombros; y cuando se apoyaron en ti, los hiciste caer.
Ezequiel recordó cómo los reyes de Judá, en su desesperación, habían buscado alianza con Egipto en lugar de confiar en el Dios de sus padres. Pero cada vez, Egipto los había traicionado, dejándolos a merced de Babilonia. Ahora, el Señor haría justicia.
—Por tanto, así dice el Señor Dios: He aquí que traigo espada sobre ti y cortaré de ti hombres y bestias. La tierra de Egipto será desolada y devastada, y sabrán que yo soy el Señor.
El juicio sería completo. Durante cuarenta años —un tiempo de prueba y purificación— Egipto quedaría en ruinas, sus ciudades deshabitadas, su tierra yerma. Su pueblo sería esparcido entre las naciones, y solo después de ese tiempo, el Señor los reuniría de nuevo. Pero ya no serían el Egipto poderoso de antaño, sino un reino débil, incapaz de dominar sobre otros.
—Y no volverá a ser la confianza de la casa de Israel —declaró el Señor—, sino que les recordará su pecado por haberse vuelto a ellos. Y sabrán que yo soy el Señor Dios.
Ezequiel, temblando ante la magnitud de la profecía, comprendió que el Señor no solo juzgaba a Egipto, sino que también enseñaba a su pueblo una lección eterna: no hay seguridad fuera de Él. Las naciones poderosas caen, los reyes se desvanecen, pero la palabra del Señor permanece para siempre.
Y así, el profeta escribió cada palabra, sabiendo que el juicio de Dios era justo y su misericordia, aunque severa, siempre apuntaba a una verdad mayor: que todos, desde el más grande faraón hasta el más humilde siervo, deben reconocer que solo Él es Dios.