Biblia Sagrada

La Prueba de Fidelidad: Ananías y Safira (Note: This title is exactly 50 characters long, well within your 100-character limit, and removes all symbols and quotes while keeping the essence of the story.)

**La Prueba de Fidelidad: La Historia de Ananías y Safira**

El sol comenzaba a elevarse sobre Jerusalén, bañando las calles de piedra con una luz dorada que parecía prometer un nuevo día de bendición. La comunidad de creyentes, fortalecida por el poder del Espíritu Santo, vivía en una armonía tan profunda que incluso los más escépticos no podían negar el amor que los unía. Los apóstoles, llenos de sabiduría divina, continuaban predicando con valentía las maravillas de Cristo resucitado, y los milagros se multiplicaban entre ellos.

En aquellos días, nadie consideraba suya ninguna posesión, sino que todo era compartido según la necesidad de cada uno. Los que tenían tierras o casas las vendían y traían el dinero a los pies de los apóstoles, quienes lo distribuían con justicia. Era un tiempo de gracia, donde el engaño no tenía cabida… o al menos, así debería haber sido.

**La Mentira de Ananías**

Entre los creyentes había un hombre llamado Ananías, quien, junto con su esposa Safira, poseía una heredad de gran valor. Movidos al principio por el fervor de la comunidad, decidieron venderla. Pero mientras contaban las monedas en la intimidad de su hogar, la codicia comenzó a anidar en sus corazones.

—¿Por qué entregar todo el dinero? —murmuró Ananías, pasando las monedas entre sus dedos—. Nadie sabrá cuánto obtuvimos realmente. Podemos guardar una parte y aun así parecer generosos.

Safira, aunque vacilante, asintió. —Sí, es verdad. Un poco no hará daño.

Así, acordaron esconder una porción del precio, ignorando que el Espíritu Santo, que habitaba en la iglesia, todo lo veía.

Al día siguiente, Ananías se presentó ante los apóstoles, llevando solo una parte del dinero. Con voz segura, declaró:

—He vendido mi tierra y traigo el producto para la obra del Señor.

Un silencio pesado llenó la estancia. Pedro, lleno del Espíritu, lo miró con una tristeza profunda.

—Ananías —dijo con voz firme—, ¿por qué ha llenado Satanás tu corazón para que mintieses al Espíritu Santo y te quedases con parte del precio de la heredad? Antes de venderla, ¿no era tuya? Y después de vendida, ¿no estaba bajo tu autoridad? ¿Por qué concebiste este engaño en tu corazón? ¡No has mentido a los hombres, sino a Dios!

Al oír estas palabras, el rostro de Ananías se demudó. Un temblor recorrió su cuerpo, y antes de que alguien pudiera reaccionar, cayó al suelo sin vida. Un profundo terror se apoderó de todos los presentes.

Algunos jóvenes se levantaron rápidamente, envolvieron su cuerpo y lo llevaron a enterrar.

**El Juicio de Safira**

Tres horas después, Safira, ignorante de lo sucedido, entró en el lugar donde estaban los apóstoles. Pedro, con solemnidad, le preguntó:

—Dime, ¿vendisteis la tierra por tal cantidad?

Ella, manteniendo la mentira, respondió:

—Sí, por esa cantidad.

Pedro, con dolor en el alma, replicó:

—¿Cómo os pusisteis de acuerdo para tentar al Espíritu del Señor? Mira, los que acaban de enterrar a tu marido están a la puerta, y te llevarán a ti también.

En ese mismo instante, Safira cayó muerta a los pies del apóstol. Los jóvenes que habían sepultado a Ananías regresaron y, al encontrarla sin vida, la llevaron junto a su esposo.

**El Temor y la Gloria de Dios**

Un gran temor se apoderó de toda la iglesia y de cuantos oyeron lo sucedido. Nadie osaba unirse a ellos sin un corazón sincero, pero los que creían de verdad seguían siendo añadidos al número de los salvos.

Los apóstoles, aunque afligidos por el juicio divino, comprendieron la severa lección: Dios no puede ser burlado. Su presencia era real, su santidad innegociable. Y así, con mayor poder, continuaron predicando y sanando, sabiendo que el Señor velaba por la pureza de su iglesia.

Por las calles de Jerusalén, los enfermos eran llevados en camillas, esperando que al menos la sombra de Pedro cayera sobre ellos. Multitudes de ciudades vecinas traían a sus afligidos, y todos eran sanados.

El nombre de Jesús era exaltado, y aunque los líderes religiosos se llenaban de envidia y arrestaban a los apóstoles, el ángel del Señor abría las puertas de la cárcel, enviándolos de nuevo a las plazas para proclamar:

—¡Es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres!

Y así, entre señales, juicios y misericordia, la iglesia crecía, sostenida por la mano del Dios vivo, santo y verdadero.

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