Biblia Sagrada

El Ocaso de la Vida: Reflexión sobre Eclesiastés 12 (Total: 52 characters) Alternativa más corta si prefieres: Recordar al Creador en la Vejez (36 characters) O: Eclesiastés 12: Reflexión sobre la Vejez (42 characters) El primero conserva la esencia poética de tu relato. Elige el que mejor se ajuste a tu propósito. Todos cumplen el límite de caracteres.

**El Ocaso de la Vida: Una Reflexión sobre Eclesiastés 12**

El sol comenzaba a declinar en el horizonte, tiñendo el cielo de tonos dorados y púrpuras, como si el mismo Creador hubiera extendido un manto sobre la tierra. En las calles de Jerusalén, los ancianos se reunían bajo las higueras, sus voces temblorosas compartiendo sabiduría acumulada a lo largo de los años. Entre ellos, el Predicador, aquel hombre de profunda mirada que había buscado el sentido de la vida bajo el sol, alzó su voz para recordar a todos la fugacidad de la existencia.

«Acuérdate de tu Creador en los días de tu juventud,» comenzó, mientras los jóvenes que pasaban por allí disminuían su paso para escuchar, «antes que lleguen los días malos, y vengan los años de los cuales digas: *No tengo en ellos contentamiento*.»

Sus palabras eran como un eco del tiempo, resonando en los corazones de quienes lo escuchaban. Con voz solemne, describió la vejez, no con desdén, sino con la crudeza de quien sabe que la vida es un soplo.

«Llegará el día en que los guardianes de la casa—tus brazos—tiemblen,» continuó, «y los hombres fuertes—tus piernas—se encorven. Las molineras—tus dientes—dejen de trabajar, porque son pocas, y se oscurezcan las que miran por las ventanas—tus ojos.»

Los ancianos asentían con tristeza, recordando cómo sus propias fuerzas habían menguado. Uno de ellos, de manos arrugadas y espalda curvada, murmuró: «Es verdad. Antes podía labrar el campo desde el amanecer hasta el ocaso, pero ahora apenas puedo sostener mi bastón.»

El Predicador siguió, pintando con palabras el ocaso de la vida: «Las puertas de la calle se cierren cuando baje el ruido de la molienda—cuando el oído ya no perciba los cantos de los pájaros ni las risas de los niños. Se levantará el hombre al canto del ave, pero todas las hijas del canto serán abatidas—la música ya no alegrará su corazón.»

Un joven que escuchaba, de rostro fresco y ojos llenos de sueños, sintió un escalofrío. «¿Tan frágil es nuestra existencia?» preguntó en voz baja.

El Predicador volvió su mirada hacia él. «Sí, hijo mío. Como la flor que se marchita bajo el calor del mediodía, así es la vida del hombre. Por eso, antes que se rompa el cordón de plata—la vida que nos sostiene—y el tazón de oro—el alma—sea quebrado, antes que el cántaro se rompa junto a la fuente y la rueda del molino sea destruida… acuérdate de Aquel que te dio el aliento.»

El silencio se apoderó del lugar. Hasta el viento pareció detenerse, como si la tierra misma reflexionara sobre aquellas palabras.

«Porque el polvo volverá a la tierra, como era, y el espíritu volverá a Dios, que lo dio.»

Algunas lágrimas rodaron por los rostros ajados de los ancianos, no de miedo, sino de una mezcla de nostalgia y esperanza. Porque aunque el cuerpo se desgasta, el alma tiene un destino eterno.

El Predicador concluyó con una advertencia y una promesa: «Vanidad de vanidades, dijo el Predicador; todo es vanidad. Pero el fin de todo el discurso oído es este: Teme a Dios y guarda sus mandamientos, porque esto es el todo del hombre. Pues Dios traerá toda obra a juicio, juntamente con toda cosa encubierta, sea buena o sea mala.»

El sol se había ocultado ya, y las primeras estrellas titilaban en el firmamento. Los ancianos se levantaron con esfuerzo, apoyándose en sus bastones, pero con una paz en sus corazones. Los jóvenes, por su parte, caminaron en silencio, meditando en la brevedad de la vida y en la eternidad que les esperaba.

Y así, bajo el cielo estrellado, cada uno recordó que, aunque la juventud pasa y la fuerza se desvanece, el alma que busca a Dios halla un refugio que nunca envejece.

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