**El Juicio contra los Reyes de Judá**
El sol se alzaba sobre Jerusalén, bañando las altas murallas de la ciudad con una luz dorada que parecía querer purificar la corrupción que se escondía tras ellas. En el palacio real, el lujo y la opulencia contrastaban con el sufrimiento del pueblo, oprimido por gobernantes injustos. Fue en este contexto que la palabra del Señor vino a Jeremías, ordenándole que descendiera al palacio del rey de Judá para proclamar un mensaje de juicio y advertencia.
El profeta, vestido con sencillez pero con una autoridad divina que emanaba de su presencia, se presentó ante las puertas del palacio. Los guardias, al reconocerlo, intercambiaron miradas de inquietud, pero no osaron detenerlo. Jeremías avanzó por los pasillos adornados con marfil y cedro, pisando alfombras costosas, hasta llegar al salón del trono. Allí, el rey, rodeado de consejeros y cortesanos, levantó la vista con una mezcla de curiosidad y fastidio.
**»Así dice el Señor»**, comenzó Jeremías, su voz resonando con una firmeza sobrenatural, **»Baja al palacio del rey de Judá y anuncia allí esta palabra. Di: ‘Escucha la palabra del Señor, oh rey de Judá, que te sientas en el trono de David, tú, tus siervos y tu pueblo, los que entran por estas puertas.'»**
El silencio se apoderó de la sala. Todos sabían que Jeremías no hablaba por su propia cuenta.
**»Así dice el Señor: ‘Practiquen el derecho y la justicia. Libren al oprimido de manos del opresor. No maltraten ni hagan violencia al extranjero, al huérfano o a la viuda. No derramen sangre inocente en este lugar.'»**
El profeta miró directamente a los ojos del rey, su mirada penetrante como una espada de dos filos. **»Porque si ustedes cumplen fielmente estas palabras, entonces por las puertas de este palacio entrarán reyes que se sienten en el trono de David, montados en carros y caballos, acompañados de sus siervos y su pueblo.»**
Pero Jeremías no había terminado. Su rostro se endureció al continuar con el mensaje divino. **»Mas si no escuchan estas palabras, juro por mí mismo —declara el Señor— que este palacio se convertirá en ruinas.»**
Los cortesanos murmuraban, algunos con temor, otros con desdén. El rey, incómodo, hizo un gesto de impaciencia, pero Jeremías no se detuvo.
**»Porque así dice el Señor acerca del palacio del rey de Judá: ‘Aunque fueras para mí como Galaad o como la cumbre del Líbano, de cierto te convertiré en un desierto, en ciudades inhabitables. Prepararé contra ti destructores, cada uno con sus armas, y cortarán tus mejores cedros para arrojarlos al fuego.'»**
El profeta señaló hacia las ventanas, donde se veían los majestuosos cedros que adornaban los patios del palacio. **»Y muchas naciones pasarán junto a esta ciudad y se preguntarán: «¿Por qué ha tratado el Señor así a esta gran ciudad?» Y responderán: «Porque abandonaron el pacto del Señor su Dios y adoraron a otros dioses, y se postraron ante ellos.»**
El mensaje era claro: el juicio venía por la idolatría y la injusticia. Jeremías, movido por el Espíritu, mencionó entonces a los reyes anteriores como advertencia.
**»No lloren por el muerto, ni se lamenten por él. Lloren amargamente por el que se va al destierro, porque nunca más volverá ni verá la tierra de su nacimiento.»**
Se refería a Salum (también llamado Joacaz), hijo de Josías, quien había sido llevado cautivo a Egipto y nunca regresó. **»Porque el que salió de este lugar para ir al destierro no volverá más. Morirá en la tierra adonde fue llevado, y no verá más esta tierra.»**
Luego, el profeta se volvió hacia el rey Joacim, hijo de Josías, y su voz se llenó de una severidad aún mayor.
**»¡Ay del que edifica su casa sin justicia y sus salones sin derecho! ¡Del que hace trabajar a su prójimo de balde, sin pagarle su salario! ¡Del que dice: ‘Me edificaré un gran palacio, con amplios salones!’ Pone ventanas de cedro, las pinta de rojo y presume de su esplendor.»**
El rey Joacim, conocido por su avaricia y crueldad, palideció al escuchar estas palabras. Jeremías continuó: **»Pero ¿acaso reinas porque rivalizas en cedro? Tu padre, Josías, comía y bebía, pero practicaba el derecho y la justicia, y entonces le iba bien. Él defendía la causa del pobre y del necesitado, y entonces todo marchaba bien. ¿No es eso conocerme? —dice el Señor—.»**
**»Pero tus ojos y tu corazón solo buscan ganancia deshonesta, derramar sangre inocente, opresión y violencia.»**
Entonces, el profeta pronunció la sentencia final: **»Por tanto, así dice el Señor acerca de Joacim, hijo de Josías, rey de Judá: ‘No lo llorarán diciendo: ¡Ay, hermano mío! ¡Ay, hermana! No lo lamentarán diciendo: ¡Ay, señor! ¡Ay, su majestad! Será enterrado como se entierra un asno: arrastrado y tirado más allá de las puertas de Jerusalén.'»**
El mensaje de Jeremías resonó como un trueno en el salón del trono. Algunos temblaron; otros endurecieron sus corazones. Pero la palabra del Señor no volvería vacía.
El profeta, habiendo cumplido su misión, dio media vuelta y salió del palacio, dejando atrás el esplendor corrupto de un reino que, por su pecado, pronto caería bajo el juicio de Dios. Las puertas de Jerusalén, que ahora veían pasar a los poderosos con arrogancia, pronto verían el lamento de un pueblo llevado al exilio.
Y así se cumpliría la palabra del Señor.