**El Profeta Eliseo y el Hacha Flotante**
El sol apenas comenzaba a ascender sobre las colinas de Samaria, tiñendo el cielo de tonos dorados y rosados. Eliseo, el profeta de Dios, caminaba con paso firme junto a un grupo de jóvenes profetas, discípulos suyos, que lo seguían con reverencia. Estos hombres, ansiosos por aprender de aquel siervo ungido, habían notado que el lugar donde se reunían para estudiar la palabra del Señor se les había quedado pequeño.
—»Maestro,»— dijo uno de ellos, acercándose respetuosamente —»el lugar donde moramos contigo es demasiado estrecho. Permítenos ir al Jordán y cortar allí maderas para construir un lugar más amplio donde habitar.»
Eliseo, con una mirada serena pero llena de autoridad, asintió. —»Id,»— respondió.
Uno de los jóvenes, un muchacho de rostro aniñado pero lleno de fervor, añadió —»Te rogamos que vengas con nosotros, siervo de Dios. Tu presencia nos dará sabiduría y protección.»
Eliseo no dudó. —»Iré,»— afirmó.
Así, el grupo emprendió el camino hacia el río Jordán. La brisa matutina acariciaba los árboles, cuyas hojas susurraban como si alabaran al Creador. Al llegar a la orilla del río, cada uno tomó su hacha y comenzó a cortar los robustos troncos que crecían junto a las aguas. El sonido de las herramientas resonaba en el aire, mezclándose con el canto de los pájaros y el fluir del río.
De pronto, un grito de angustia cortó la armonía del momento.
—»¡Ay, señor mío!»— gritó uno de los jóvenes, con el rostro desencajado. —»El hacha que tomé prestada se me ha caído al agua!»
Todos detuvieron sus labores. El joven, con las manos temblorosas, señalaba las profundas aguas del Jordán, donde el hierro brillante del hacha había desaparecido bajo la corriente. No era cualquier herramienta: era prestada, y en aquellos tiempos, perder algo así podía significar una deuda imposible de pagar para un hombre humilde.
Eliseo, sin perder la calma, miró al joven con compasión. —»¿Dónde cayó?»— preguntó.
El muchacho, con voz quebrada, señaló el lugar exacto. Entonces, Eliseo, movido por el poder de Dios, tomó un palo y lo arrojó al agua en el punto indicado.
En ese instante, como si la misma creación obedeciera la autoridad del profeta, el hierro del hacha emergió de las profundidades, flotando milagrosamente sobre la superficie del río.
—»Tómala,»— dijo Eliseo con voz tranquila pero firme.
El joven, con asombro y gratitud, extendió su mano y recogió el hacha, que ahora brillaba como si nunca hubiese tocado el fondo del río. Los demás profetas, testigos del prodigio, cayeron de rodillas, alabando al Dios de Eliseo, quien una vez más mostraba su fidelidad y poder.
El milagro no solo había resuelto una necesidad material, sino que había fortalecido la fe de todos los presentes. Eliseo, con humildad, les recordó: —»El Dios que hace flotar el hierro es el mismo que sostiene nuestras vidas. Confiad en Él en todo tiempo.»
Y así, bajo la sombra de aquel milagro, continuaron su labor, no solo construyendo un lugar físico, sino también cimentando sus vidas en la fe del Dios verdadero, cuyas maravillas no tienen límite.