**El Testimonio de Pablo ante el Rey Agripa**
El sol comenzaba a elevarse sobre la ciudad de Cesarea, arrojando destellos dorados sobre las columnas de mármol del palacio del gobernador. La brisa del Mediterráneo agitaba suavemente los estandartes romanos mientras los guardias, con sus armaduras relucientes, formaban una imponente fila en el atrio. En el interior, en una sala adornada con tapices púrpuras y mosaicos que narraban las hazañas de los césares, se reunía una asamblea solemne. Allí, encadenado pero con la cabeza erguida, estaba el apóstol Pablo, listo para presentar su defensa ante el rey Agripa, su hermana Berenice y el procurador Festo.
El rey Agripa, vestido con un manto bordado en hilos de oro, se reclinó en su asiento y con un gesto de la mano indicó que Pablo podía hablar. El silencio se apoderó de la sala, roto solo por el leve crujir de las sandalias de los sirvientes que se movían discretamente en los rincones.
Pablo, aunque cansado por los años de prisión, tenía los ojos llenos de un fuego divino. Alzó sus manos, haciendo sonar levemente las cadenas, y comenzó a hablar con una voz clara y resonante:
—*»Me considero dichoso, oh rey Agripa, de que hoy pueda defenderme ante ti de todas las cosas de que soy acusado por los judíos.»*
El apóstol respiró hondo antes de continuar, recordando su pasado. Con palabras vívidas, describió su vida como un fariseo celoso, perseguidor de los seguidores del Camino.
—*»Yo ciertamente había creído mi deber hacer muchas cosas contra el nombre de Jesús de Nazaret. Y así lo hice en Jerusalén. Encerré en cárceles a muchos de los santos, recibiendo autoridad de los principales sacerdotes; y cuando los mataron, yo di mi voto.»*
Los rostros de los presentes se tensaron al escuchar su confesión. Agripa, conocedor de las costumbres judías, asintió levemente, comprendiendo el fanatismo que una vez había dominado a Pablo.
Entonces, el apóstol narró el momento que cambió su vida para siempre: el encuentro en el camino a Damasco.
—*»Pero yendo yo camino de Damasco, como a mediodía, oh rey, vi una luz del cielo que sobrepasaba el resplandor del sol, la cual me rodeó a mí y a los que iban conmigo. Y caímos todos a tierra, y oí una voz que me decía en lengua hebrea: ‘Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Dura cosa te es dar coces contra el aguijón.'»*
La sala quedó en silencio. Hasta Festo, que hasta entonces había mostrado indiferencia, inclinó su cuerpo hacia adelante, intrigado. Pablo continuó, describiendo cómo Jesús resucitado le había comisionado para llevar el evangelio a judíos y gentiles.
—*»Por esto, oh rey Agripa, no fui rebelde a la visión celestial, sino que anuncié primero a los que están en Damasco, y Jerusalén, y por toda la tierra de Judea, y a los gentiles, que se arrepintieran y se convirtieran a Dios, haciendo obras dignas de arrepentimiento.»*
Festo, incapaz de contener su incredulidad, interrumpió con voz fuerte:
—*»¡Pablo, estás loco! Las muchas letras te han vuelto loco.»*
Pero Pablo, con calma pero firmeza, respondió:
—*»No estoy loco, excelentísimo Festo, sino que hablo palabras de verdad y de cordura. Pues el rey, delante de quien hablo con confianza, sabe de estas cosas, porque no pienso que ignora nada de esto, pues no se ha hecho esto en algún rincón.»*
Luego, mirando directamente a Agripa, el apóstol lanzó un desafío personal:
—*»¿Crees, oh rey Agripa, a los profetas? Yo sé que crees.»*
El rey, sorprendido por la audacia de Pablo, respondió con ironía, pero no sin cierta admiración:
—*»Por poco me persuades a ser cristiano.»*
Pablo, sin vacilar, concluyó con palabras que resonaron como un eco en la sala:
—*»¡Quisiera Dios que por poco o por mucho, no solamente tú, sino también todos los que hoy me oyen, llegaseis a ser tales cual yo soy, excepto estas cadenas!»*
El silencio que siguió fue profundo. Agripa, Berenice y Festo intercambiaron miradas. Aunque no se convirtieron en ese momento, reconocieron que Pablo no era un criminal, sino un hombre que hablaba con convicción divina.
Finalmente, Agripa se levantó y, dirigiéndose a Festo, dijo:
—*»Este hombre podría haber sido puesto en libertad si no hubiera apelado al César.»*
Y así, aunque las cadenas de Pablo no se rompieron ese día, su testimonio quedó grabado en los corazones de quienes lo escucharon, cumpliéndose una vez más las palabras del Señor: *»Este me es instrumento escogido para llevar mi nombre en presencia de los gentiles, y de reyes, y de los hijos de Israel.»*