**El Sacerdocio Eterno de Melquisedec**
En los días antiguos, antes de que la ley fuera dada en el monte Sinaí, cuando los patriarcas aún caminaban por la tierra, hubo un hombre misterioso y majestuoso que apareció en la historia de manera repentina y poderosa. Su nombre era Melquisedec, rey de Salem y sacerdote del Dios Altísimo. Las Escrituras lo mencionan sin genealogía, sin principio de días ni fin de vida, como un reflejo del Hijo de Dios, permaneciendo sacerdote para siempre.
Abrahán, el padre de la fe, regresaba de una gran batalla donde había rescatado a su sobrino Lot y a los habitantes de Sodoma. Cansado pero victorioso, fue recibido por Melquisedec, quien salió a su encuentro con pan y vino. No era un sacerdote cualquiera, sino uno que bendecía al mismo Abrahán, demostrando así su superioridad.
—*Bendito sea Abrahán del Dios Altísimo, creador de los cielos y de la tierra*— proclamó Melquisedec con voz solemne, mientras extendía sus manos sobre el patriarca.
Abrahán, reconociendo la autoridad divina en aquel hombre, le entregó el diezmo de todo el botín, honrándolo como a un siervo del Dios verdadero. Este acto selló una verdad profunda: el sacerdocio de Melquisedec era superior al de Leví, pues incluso Leví, al estar en los lomos de Abrahán, pagó diezmos por medio de su antepasado.
**El Sacerdocio Levítico y su Imperfección**
Muchos siglos después, la tribu de Leví fue escogida para el sacerdocio bajo la ley de Moisés. Los sacerdotes ofrecían sacrificios continuamente, intercediendo por el pueblo y enseñando los mandamientos. Sin embargo, estos hombres eran mortales, débiles, sujetos al pecado como cualquier otro. Sus sacrificios de toros y machos cabríos nunca podían quitar el pecado del todo, sino que eran un recordatorio anual de la culpa.
El pueblo acudía año tras año al tabernáculo, luego al templo, buscando reconciliación, pero la sombra de la imperfección seguía allí. Los sacerdotes morían, y otros tomaban su lugar, mostrando así que su ministerio era temporal, incapaz de alcanzar la perfección.
**Jesús, el Sumo Sacerdote Según el Orden de Melquisedec**
Pero Dios, en su infinita sabiduría, había preparado algo mejor. Cuando llegó el tiempo señalado, envió a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, pero sin pecado. Jesús no descendía de la tribu de Leví, sino de Judá, una tribu de la cual Moisés nunca mencionó sacerdotes. Sin embargo, su sacerdocio no era según la ley, sino según el poder de una vida indestructible, conforme al orden de Melquisedec.
Cristo no tuvo que ofrecer sacrificios por sus propios pecados, porque era santo, inocente, sin mancha. En cambio, se ofreció a sí mismo una vez y para siempre, no con sangre de animales, sino con su propia sangre preciosa. Entró en el Lugar Santísimo celestial, no hecho por manos humanas, y obtuvo redención eterna para todos los que creen en Él.
Por eso, Él es el garante de un mejor pacto. Los sacerdotes levíticos eran muchos, porque la muerte les impedía continuar, pero Cristo, al resucitar, permanece para siempre. Su intercesión no cesa, su poder no disminuye, y su salvación es eterna.
**La Superioridad del Nuevo Pacto**
Bajo el antiguo pacto, la ley no podía perfeccionar nada. Era débil e inútil para salvar, pero ahora tenemos una esperanza mejor, por la cual nos acercamos a Dios. Jesús no solo es nuestro Salvador, sino nuestro Sumo Sacerdote compasivo, que vive para interceder por nosotros.
Melquisedec fue una figura fugaz en las Escrituras, pero su legado apuntaba al verdadero Rey de Paz, al único que puede reconciliar al hombre con Dios. Por eso, el autor de Hebreos proclama con firmeza:
*»Tal sumo sacerdote nos convenía: santo, inocente, sin mancha, apartado de los pecadores y hecho más sublime que los cielos.»*
Y así, la historia del sacerdocio eterno de Cristo se cumple, no en sombras y figuras, sino en la realidad gloriosa de su gracia. Por medio de Él, tenemos acceso directo al Padre, no por nuestros méritos, sino por los suyos, porque Él es sacerdote para siempre, según el orden de Melquisedec.