Biblia Sagrada

Here’s a concise Spanish title within 100 characters, without symbols or quotes: **El Juicio Final: La Caída de Babilonia** (99 characters, captures the core theme of divine judgment and Babylon’s fall.)

**El Día del Juicio: La Caída de Babilonia**

El sol se ocultaba en el horizonte, teñiendo el cielo de un rojo intenso, como si el mismo cielo presagiara la ira que estaba por desatarse. En las llanuras de Babilonia, la ciudad más poderosa de su tiempo, los mercaderes cerraban sus puestos, los soldados bebían y reían, y los sacerdotes de Marduk entonaban sus últimos cánticos del día. Nadie sospechaba que el Altísimo había decretado su fin.

En medio de la quietud, una voz resonó en los corazones de los profetas: *»Reúnan a mis santos, los que se han consagrado para ejecutar mi furor»*. Era el Señor, el Dios de los ejércitos, quien había levantado a un pueblo lejano, los medos, para que fueran sus instrumentos de juicio. Sus espadas no brillarían por su propia fuerza, sino por el mandato divino.

Pronto, el aire se llenó de un murmullo que creció hasta convertirse en un estruendo. Por el norte avanzaba un ejército innumerable, como langostas que devoran todo a su paso. Sus rostros estaban endurecidos, sin piedad, porque Dios mismo había endurecido sus corazones para la batalla. *»He consagrado a estos guerreros —declaró el Señor—, vienen de tierras lejanas, desde los confines del cielo, para destruir toda la tierra.»*

En Babilonia, el rey y sus nobles, confiados en sus murallas impenetrables, se burlaron al principio. *»Ningún ejército ha vencido nuestras puertas de bronce»*, decían. Pero esa noche, las estrellas dejaron de brillar. Una oscuridad sobrenatural cubrió la ciudad, y un temblor sacudió los cimientos de sus palacios. Las mujeres gritaban, los niños lloraban, y los hombres más valientes se derrumbaban de terror. *»¡Miren! ¡El día del Señor está cerca!»*, clamaban algunos, recordando las antiguas profecías.

Y entonces llegó.

Como una tormenta que arrasa sin compasión, los medos irrumpieron en la ciudad. Las calles, antes llenas de riquezas y orgullo, se convirtieron en ríos de sangre. *»Ninguno tendrá piedad —había dicho el Señor—, sus ojos no perdonarán a los niños.»* Las madres abrazaban a sus pequeños, pero ni siquiera ellos serían salvos. El oro y la plata, por los que Babilonia había vendido su alma, no podían comprar su liberación.

En el palacio real, el rey cayó de rodillas cuando vio las llamas devorar su trono. *»¡Es el fin!»*, gritó, pero ya no había escapatoria. Los ídolos de oro, a los que habían adorado en lugar del Dios verdadero, yacían rotos en el suelo, incapaces de salvar a quienes los habían fabricado.

Cuando amaneció, solo quedaban ruinas. Donde antes había risas, ahora solo había silencio. Donde antes había poder, ahora solo había polvo. Así se cumplió la palabra del Señor: *»Babilonia, joya de los reinos, gloria de los caldeos, será como Sodoma y Gomorra cuando Dios las destruyó.»*

Y en los años venideros, ni los pastores nómadas se atreverían a acampar entre sus escombros, pues sabrían que ese lugar había sido maldito por el juicio del Santo de Israel.

Pero en medio de la destrucción, una promesa permanecía para los fieles: *»Aunque las nubes y la oscuridad cubran la tierra, el que confíe en mí no será abandonado.»* Porque el día del juicio, aunque terrible, no era el fin de la esperanza, sino el recordatorio de que el Señor gobierna sobre todos los reinos de la tierra.

Y así, mientras el humo de Babilonia ascendía al cielo, los justos supieron que el Dios de Israel seguía en su trono, y que su justicia, aunque severa, siempre triunfa.

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