Biblia Sagrada

Jeremías y la Rebelión del Pueblo en Egipto

**El Profeta Jeremías y la Desobediencia del Pueblo**

El sol caía sobre la tierra de Judá con un fulgor opaco, como si el mismo cielo estuviera de luto por la desolación que había dejado la invasión babilónica. Las calles de Jerusalén, antes llenas de vida, ahora yacían en ruinas, sus muros derribados y su templo profanado. Entre los pocos que quedaban, el temor y la incertidumbre se apoderaban de cada corazón.

Habían pasado días desde que el rey Nabucodonosor de Babilonia se había llevado cautiva a gran parte del pueblo, dejando solo a los más pobres bajo el mando de Gedalías, el gobernador nombrado por los caldeos. Pero incluso este resto frágil de Judá pronto enfrentaría otra prueba: la decisión de escuchar o rechazar la palabra de Dios.

Jeremías, el profeta cuyo corazón sangraba por su pueblo, había sido dejado atrás por voluntad divina para guiar a los sobrevivientes. Con el rostro marcado por años de proclamar advertencias no escuchadas, se presentó ante el pueblo con un mensaje claro del Señor:

—Así dice el Señor de los ejércitos, el Dios de Israel: Si ustedes deciden quedarse en esta tierra, yo los edificaré y no los derribaré; los plantaré y no los arrancaré, porque me he arrepentido del mal que les he hecho. No teman al rey de Babilonia, porque yo estoy con ustedes para salvarlos y librarlos de su mano.

Sin embargo, el corazón del pueblo estaba lleno de miedo. Las sombras de la guerra aún danzaban en sus mentes, y la idea de permanecer bajo la amenaza babilónica los aterrorizaba.

—¡No! —gritó Azarías, uno de los líderes rebeldes—. Tú mientes, Jeremías. El Señor no ha hablado por ti. ¡Quieres entregarnos a los caldeos para que nos maten o nos lleven cautivos!

El profeta suspiró profundamente, sabiendo que la incredulidad de su pueblo los llevaría nuevamente al desastre. Pero antes de que pudiera responder, Johanán, otro de los capitanes, tomó la palabra:

—Escúchenme todos. Lo mejor que podemos hacer es huir a Egipto. Allí estaremos lejos de los babilonios, en una tierra fértil donde no habrá guerra ni hambre.

A pesar de las súplicas de Jeremías, el pueblo endureció su corazón. Reunieron sus pocas pertenencias, tomaron a sus familias, y en un acto de abierta rebelión contra la palabra de Dios, partieron hacia Egipto. Incluso arrastraron consigo a Jeremías y a su fiel escriba Baruc, como si quisieran mantener la apariencia de piedad mientras desobedecían abiertamente.

**El Viaje a Egipto y la Advertencia Final**

La caravana avanzó por el desierto, el polvo levantándose bajo sus pies mientras se alejaban de la tierra prometida. Jeremías caminaba en silencio, su espíritu afligido por la obstinación de su pueblo. Pero Dios no había terminado de hablar.

Llegaron a Tafnes, una ciudad egipcia donde algunos judíos ya se habían establecido anteriormente. Allí, en medio de los templos paganos y los ídolos mudos, la palabra del Señor vino nuevamente a Jeremías:

—Toma piedras grandes y escóndelas en el barro a la vista de todos, en el patio de la casa del faraón en Tafnes. Luego dile al pueblo: Así dice el Señor de los ejércitos, el Dios de Israel: He aquí que yo enviaré a buscar a Nabucodonosor, mi siervo, y pondré su trono sobre estas piedras que he escondido. Él vendrá y destruirá Egipto. Los que hayan venido aquí buscando refugio morirán por la espada, el hambre y la peste. Nadie escapará.

Jeremías, con manos temblorosas pero voz firme, cumplió el mandato. Cavó en el suelo frente a los ojos atónitos de los judíos y los egipcios, colocando las piedras como testimonio silencioso del juicio venidero.

—¿Ven estas piedras? —anunció—. Así como están firmes en el suelo, así también la palabra de Dios se cumplirá. El mismo faraón en quien confían será humillado, y ustedes, que despreciaron la voz del Señor, perecerán lejos de la tierra que les prometió.

Pero una vez más, sus palabras cayeron en oídos sordos. Los líderes se burlaron, diciendo que Jeremías estaba loco, que Egipto era fuerte y Babilonia nunca los alcanzaría aquí.

**El Cumplimiento del Juicio**

Los años pasaron, y la arrogancia del pueblo se convirtió en su perdición. Tal como Dios lo había anunciado, Nabucodonosor marchó contra Egipto. Las mismas piedras que Jeremías había enterrado fueron pisoteadas por los caballos de los caldeos cuando el ejército babilonio invadió Tafnes.

El faraón Hophra fue derrocado, y los judíos que habían buscado refugio en Egipto cayeron bajo la espada, el hambre y la peste. No quedó ni uno solo que pudiera regresar a Judá.

Así se cumplió la palabra del Señor, demostrando que es mejor obedecer con fe que huir por miedo. Jeremías, aunque afligido, había sido fiel hasta el final, recordando a las generaciones futuras que la bendición solo se encuentra en someterse a la voluntad de Dios.

Y en medio de las ruinas de Egipto, las piedras escondidas permanecieron como un testimonio mudo: **Dios cumple lo que promete, sea para salvación o para juicio.**

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