**El Llamado al Arrepentimiento: Una Historia Basada en Amós 5**
El sol se ocultaba tras las montañas de Samaria, tiñendo el cielo de tonos rojizos y dorados, como si el mismo cielo advirtiera del juicio que se avecinaba. En medio de aquella tarde calurosa, el profeta Amós se alzaba en la plaza principal de Betel, su voz resonando entre las paredes de piedra de las casas y los templos adornados con riquezas. Su rostro, curtido por el sol del desierto, mostraba una mezcla de dolor y determinación mientras dirigía su mensaje al pueblo de Israel.
—¡Escuchen esta palabra, oh casa de Israel! —clamó, levantando sus manos callosas—. El Señor, el Dios de los ejércitos, habla contra ustedes, contra esta generación que ha abandonado la justicia y ha perseguido la maldad.
Los mercaderes, vestidos con finas túnicas bordadas, dejaron de regatear sus precios por un momento. Los sacerdotes del becerro de oro, que ofrecían incienso en altares ilegítimos, se volvieron con miradas de desprecio. Pero Amós no se intimidó. Sabía que su mensaje no era suyo, sino del Dios que lo había llamado desde los rediles de Tecoa.
—Ustedes convierten el derecho en amargura y arrojan la justicia por tierra —continuó, señalando hacia los palacios de mármol donde los gobernantes celebraban banquetes mientras el pobre gemía bajo su opresión—. Buscan el mal y no el bien, pisotean al necesitado y exigen tributos de grano de aquellos que apenas tienen pan para sus hijos.
Una mujer, cubierta con un manto raído, escuchaba desde la sombra de una columna. Sus ojos, llenos de lágrimas, reflejaban el dolor de haber perdido a su hijo, muerto de hambre mientras los ricos acumulaban trigo en sus graneros. Amós la miró, y su voz se suavizó por un instante, como si el Espíritu de Dios le recordara que su mensaje no era solo de condena, sino también de esperanza.
—Así dice el Señor: «Busquen el bien y no el mal, para que vivan. Quizá así el Dios de los ejércitos tenga misericordia del remanente de José».
Algunos en la multitud comenzaron a murmurar. Un anciano, cuya barba blanca temblaba al hablar, preguntó:
—¿Y cómo hemos de buscar al Señor, si ya le ofrecemos sacrificios en los días de fiesta? ¿No es suficiente el incienso que quemamos en su nombre?
Amós cerró los ojos por un momento, como si pidiera sabiduría, y luego respondió con voz firme:
—¡Detesto, desprecio sus fiestas solemnes! No me agradan sus asambleas, aunque me traigan holocaustos y ofrendas de grano. ¡Alejen de mí el ruido de sus cantos, pues no escucharé la música de sus arpas! En cambio, que fluya como agua la justicia, y la rectitud como un río inagotable.
El silencio cayó sobre la plaza como un manto pesado. Hasta los pájaros parecían dejar de cantar. Amós sabía que sus palabras eran duras, pero necesarias. Israel había olvidado que la verdadera adoración no estaba en los rituales vacíos, sino en amar al prójimo y hacer justicia al huérfano y a la viuda.
—¿Acaso no fue en el desierto —prosiguió— donde sus padres llevaron el tabernáculo de Moloc y la estrella de su ídolo Renfán, imágenes que se hicieron para adorar? ¡Por eso los llevaré al cautiverio más allá de Damasco, dice el Señor, cuyo nombre es el Dios de los ejércitos!
El eco de sus palabras se perdió en el viento, pero su advertencia quedó grabada en el aire como un presagio. Algunos se alejaron, burlándose. Otros bajaron la cabeza, sintiendo el peso de la verdad. La mujer del manto raído se acercó al profeta y, con voz temblorosa, preguntó:
—¿Hay aún esperanza para nosotros?
Amós la miró con compasión y asintió lentamente.
—Si buscan al Señor de todo corazón, si defienden al pobre y rechazan la maldad, quizá Él tenga misericordia. Porque el día del Señor no solo será tinieblas, sino también luz para los que anhelan su justicia.
Y así, mientras las sombras de la noche caían sobre Betel, el mensaje de Amós quedó flotando en el aire: un llamado urgente al arrepentimiento, una invitación a volverse del pecado y abrazar la misericordia del Dios que juzga, pero también redime.