Biblia Sagrada

La Petición de un Rey para Israel (99 characters)

**La Demanda de un Rey**

El sol comenzaba a declinar sobre las colinas de Ramá, arrojando sombras doradas sobre la pequeña ciudad donde el profeta Samuel había establecido su hogar. La brisa llevaba consigo el aroma de los olivos y el trigo recién cosechado, pero también traía murmullos inquietos. Samuel, ya anciano, caminaba lentamente hacia el lugar de reunión, donde los ancianos de Israel lo esperaban con rostros serios y miradas determinadas.

Habían llegado de todas las tribus, desde Dan hasta Beerseba, hombres respetados, cabezas de familias y líderes de sus comunidades. Pero hoy no venían en busca de sabiduría ni de la palabra del Señor; venían con una petición que heló la sangre del profeta.

—Samuel, tú has envejecido, y tus hijos no siguen tus caminos —comenzó uno de los ancianos, un hombre de cabello plateado y manos curtidas por los años—. Danos un rey que nos gobierne, como lo tienen todas las naciones.

Las palabras resonaron en el aire como un trueno distante. Samuel sintió un peso en su pecho, como si una piedra se hubiera alojado en su corazón. No era solo el rechazo a su liderazgo, ni siquiera la mención de sus hijos, Joel y Abías, cuyos corazones se habían inclinado hacia la avaricia y la injusticia. Era algo más profundo: estaban rechazando al verdadero Rey, al que los había liberado de Egipto y los había guiado con mano poderosa.

Samuel alzó sus ojos hacia el cielo, buscando en el silencio la voz de Aquel que siempre le había hablado. Y el Señor respondió:

—Escucha la voz del pueblo en todo lo que te digan, porque no te han rechazado a ti, sino a Mí, para que no reine sobre ellos.

El dolor en el corazón de Samuel se mezcló con resignación. Sabía lo que vendría, conocía los caminos torcidos que el hombre seguía cuando se apartaba de Dios. Pero el Señor le ordenó que les advirtiera, que les mostrara el precio de su elección.

Al día siguiente, Samuel reunió al pueblo en la plaza principal. Las miradas estaban llenas de expectativa, algunos con sonrisas de esperanza, otros con ceños fruncidos por la duda. El profeta alzó su voz, grave y clara como el sonido de una trompeta:

—El rey que reinará sobre ustedes tomará a sus hijos para sus carros de guerra y sus caballos, los hará correr delante de sus carros. Los pondrá como jefes de mil y de cincuenta, los hará arar sus campos y segar sus cosechas. Tomará a sus hijas para perfumistas, cocineras y panaderas.

El murmullo creció entre la multitud, pero Samuel continuó, enumerando cada carga que un rey humano impondría: los mejores campos, los diezmos de sus cosechas, sus siervos y animales. Y cuando terminó, añadió:

—Y cuando clamen al Señor en aquellos días a causa del rey que hayan elegido, Él no les responderá.

Pero el pueblo no quiso escuchar.

—¡No! —gritaron—. ¡Queremos un rey que nos gobierne y salga al frente de nosotros para pelear nuestras batallas!

Samuel respiró hondo, sintiendo el peso de la historia que se desplegaba ante sus ojos. El pueblo había elegido, y Dios permitiría que aprendieran por las consecuencias de su decisión. Con tristeza, el profeta los despidió, sabiendo que pronto vendría un hombre, un rey según el corazón del hombre, no según el corazón de Dios.

Y así, bajo el cielo crepuscular de Ramá, Israel tomó el camino que los alejaría de la simple y pura dependencia de su verdadero Rey. Las estrellas comenzaron a aparecer, testigos silenciosas de una nación que, en su anhelo de ser como los demás, olvidaría la grandeza de haber sido elegidos para ser distintos.

LEAVE A RESPONSE

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *