**El Renuevo del Pacto: Una Historia de Misericordia y Perdón**
El sol apenas comenzaba a asomarse sobre las altas cumbres del Sinaí, tiñendo el cielo de tonos dorados y púrpuras. Moisés, con el corazón aún pesado por el reciente pecado de Israel—la idolatría del becerro de oro—se preparaba para subir una vez más a la montaña. El Señor le había ordenado tallar dos tablas de piedra, semejantes a las primeras que había quebrado en su justa indignación al ver la infidelidad del pueblo.
Con las tablas en sus manos, Moisés emprendió el ascenso, sus pies descalzos pisando con reverencia la roca sagrada. El aire era fresco y puro, y el silencio solo se veía interrumpido por el susurro del viento que parecía murmurar oraciones antiguas. Al llegar a la cima, una densa nube descendió, envolviéndolo en la presencia misma de Dios.
Entonces, el Señor se manifestó. No en truenos o relámpagos como antes, sino en una voz suave y profunda que resonó en lo más íntimo del alma de Moisés.
—¡Yahveh! ¡Yahveh! —proclamó la voz—. Dios compasivo y clemente, lento para la ira y grande en misericordia y fidelidad.
Moisés cayó rostro en tierra, abrumado por la santidad de Aquel que se revelaba ante él. La gloria del Señor brillaba como un fuego consumidor, pero también como un abrazo de gracia infinita.
—Mantengo mi misericordia por mil generaciones —continuó el Señor—, perdono la iniquidad, la rebelión y el pecado, aunque no los dejo impunes.
Las palabras de Dios eran como bálsamo para el alma afligida de Moisés. A pesar de la infidelidad de Israel, el Señor estaba dispuesto a renovar su pacto con ellos. No por sus méritos, sino por su amor inquebrantable.
Con manos temblorosas, Moisés tomó las tablas de piedra mientras el Señor proclamaba de nuevo los mandamientos, recordando al pueblo su llamado a ser santo, a apartarse de las costumbres de las naciones paganas, a adorar solo al único Dios verdadero.
—No harás pacto con los moradores de esta tierra —advirtió el Señor—, porque ellos serán tropiezo para ti. Derribarás sus altares y quebrarás sus imágenes.
Moisés escuchó cada palabra con atención, grabándolas no solo en la piedra, sino en su corazón. Sabía que el pueblo, inclinado a la rebelión, necesitaría recordatorios constantes de esta ley de amor y justicia.
Por cuarenta días y cuarenta noches permaneció Moisés en la montaña, sin comer pan ni beber agua, sustentado únicamente por la presencia divina. Cuando finalmente descendió, su rostro brillaba con una luz sobrenatural, tanto que los israelitas no podían mirarlo directamente sin temblar.
Al reunir al pueblo, Moisés les transmitió las palabras del Señor, no como una carga, sino como un regalo. El pacto renovado era una invitación a caminar en obediencia, a vivir como pueblo escogido, amado y redimido.
Y aunque sabía que el camino sería difícil, Moisés confió en la promesa de Aquel que es fiel: **»Yo iré contigo»**.
Así, entre lágrimas de arrepentimiento y cantos de alabanza, Israel volvió a comprometerse con su Dios, el mismo que los había sacado de Egipto con mano poderosa y que, a pesar de todo, seguía extendiéndoles su misericordia.
Y la gloria del Señor habitó una vez más entre su pueblo.