**El Último Encargo de Pablo**
El sol comenzaba a descender sobre Roma, tiñendo las altas murallas de la prisión de un tono dorado y sombrío. Dentro de aquel lugar frío y húmedo, el apóstol Pablo, anciano y cansado, se apoyaba contra la pared de piedra, sintiendo el peso de las cadenas que sujetaban sus muñecas. A pesar de su debilidad física, sus ojos brillaban con una llama inextinguible, alimentada por el Espíritu Santo. Sabía que su partida estaba cerca, pero antes, tenía un último encargo que dejar a su amado hijo en la fe, Timoteo.
Con manos temblorosas pero firmes en propósito, tomó un rollo de pergamino y comenzó a escribir, sumergiendo la pluma en tinta oscura. Cada palabra fluía con urgencia y amor, como un padre que lega su sabiduría a su heredero.
*»Timoteo, hijo mío,»* comenzó, *»te conjuro delante de Dios y del Señor Jesucristo, que juzgará a los vivos y a los muertos en su venida y en su reino: Predica la palabra; insiste a tiempo y fuera de tiempo; redarguye, reprende, exhorta con toda paciencia y doctrina.»*
Pablo hizo una pausa, recordando los tiempos venideros que el Espíritu le había revelado. Sabía que después de su partida, muchos abandonarían la verdad, siguiendo doctrinas engañosas y halagadoras al oído. Con profunda tristeza, continuó:
*»Porque vendrá tiempo cuando no sufrirán la sana doctrina, sino que, teniendo comezón de oír, se amontonarán maestros conforme a sus propias concupiscencias, y apartarán de la verdad el oído y se volverán a las fábulas.»*
El sonido de los pasos de los guardias resonaba en el corredor, pero Pablo no se distrajo. Sabía que cada palabra era crucial. Con voz interior llena de convicción, siguió escribiendo:
*»Pero tú, sé sobrio en todo; soporta las aflicciones; haz obra de evangelista; cumple tu ministerio.»*
Una sonrisa se dibujó en su rostro al pensar en Timoteo, joven y a veces tímido, pero fiel. Sabía que el camino no sería fácil, pero también sabía que Dios le daría fortaleza.
*»Porque yo ya estoy para ser sacrificado, y el tiempo de mi partida está cercano. He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe.»*
El aire en la celda pareció llenarse de una paz sobrenatural. Pablo levantó su mirada hacia el pequeño ventanal por donde entraba un rayo de luz. En su corazón, sabía que pronto estaría ante su Señor. Pero antes, debía asegurarse de que Timoteo no se sintiera solo.
*»Procura venir pronto a verme, porque Demas me ha desamparado, amando este mundo, y se ha ido a Tesalónica. Crescente fue a Galacia, Tito a Dalmacia. Sólo Lucas está conmigo.»*
Aunque muchos lo habían abandonado, Pablo no albergaba resentimiento. Su confianza estaba puesta en el Señor, quien nunca lo dejaría.
*»Trae, cuando vengas, el capote que dejé en Troas en casa de Carpo, y los libros, mayormente los pergaminos.»*
Incluso en sus últimos momentos, Pablo anhelaba estudiar las Escrituras y seguir enseñando.
Finalmente, con un suspiro de alivio y triunfo, concluyó:
*»El Señor Jesucristo esté con tu espíritu. La gracia sea con vosotros. Amén.»*
Dejó la pluma a un lado y cerró los ojos, respirando profundamente. Aunque las sombras de la prisión lo rodeaban, su corazón estaba lleno de luz. Había cumplido su misión. Pronto recibiría la corona de justicia que el Señor, el Juez justo, le daría en aquel día. Y no solo a él, sino a todos los que aman su venida.
Mientras el pergamino era sellado y enviado a Éfeso, Pablo esperaba con paz el momento de partir, sabiendo que su legado viviría en aquellos que, como Timoteo, permanecerían fieles hasta el fin.