La Cosecha Eterna en Galacia (Note: The title is 28 characters long, within the 100-character limit, and all symbols like asterisks and quotes have been removed.)
**La Cosecha Eterna**
El sol comenzaba a inclinarse sobre las colinas de Galacia, pintando el cielo con tonos dorados y púrpuras. En un pequeño valle, entre olivos centenarios y viñedos que se mecían suavemente con la brisa, un grupo de creyentes se reunía alrededor del apóstol Pablo. Sus rostros, marcados por el trabajo y la devoción, reflejaban tanto cansancio como esperanza. Pablo, con su túnica modesta pero su voz llena de autoridad, los miró con compasión mientras comenzaba a hablar.
«Hermanos, no se dejen engañar—Dios no puede ser burlado. Todo lo que el hombre siembre, eso también cosechará.»
Sus palabras resonaron en el aire como un eco divino. Un agricultor llamado Eliú, cuyas manos callosas testimoniaban años de labranza, asintió solemnemente. Sabía muy bien que si sembraba trigo, no esperaría recoger cardos. Así era la ley de la tierra… y también la ley del Espíritu.
Pablo continuó: «El que siembra para su carne, de la carne cosechará corrupción; pero el que siembra para el Espíritu, del Espíritu cosechará vida eterna.»
Entre los presentes estaba Mara, una viuda que, a pesar de su pobreza, siempre compartía su pan con los necesitados. Sus ojos brillaron al escuchar estas palabras, recordando cómo, semana tras semana, había entregado parte de su cosecha a los huérfanos del pueblo. No lo hacía por reconocimiento, sino por amor a Cristo. Pablo, percibiendo su fe, sonrió y añadió: «No nos cansemos, pues, de hacer el bien, porque a su tiempo cosecharemos si no nos desanimamos.»
En ese momento, un joven llamado Jonás bajó la cabeza, avergonzado. Él había discutido con su hermano por una herencia y había sembrado discordia en la comunidad. Pero las palabras de Pablo lo conmovieron profundamente. «Mientras tengamos oportunidad, hagamos bien a todos, y especialmente a los de la familia de la fe,» dijo el apóstol, mirando directamente a Jonás, como si leyera su corazón.
Al final de la reunión, los creyentes se dispersaron, algunos en silencio, otros murmurando las enseñanzas. Pero algo había cambiado. Aquella noche, Jonás fue a la casa de su hermano y, con lágrimas, pidió perdón. Al día siguiente, Eliú compartió sus herramientas con un vecino que no podía costearlas. Y Mara, aunque su despensa estaba casi vacía, preparó una olla de sopa para un anciano enfermo.
Pablo, antes de partir al siguiente pueblo, escribió en una carta con tinta oscura: «Con respecto a esto, que nadie me cause problemas, porque yo llevo en mi cuerpo las marcas de Jesús.» Sus cicatrices, testigos de persecuciones y sufrimientos por el Evangelio, eran su mayor orgullo, pues sabía que su siembra no era en vano.
Y así, bajo el vasto cielo de Galacia, cada creyente aprendió que la vida era un campo abierto. Algunos sembraban egoísmo y recogían soledad. Otros, como Mara, Jonás y Eliú, sembraban amor y recogerían, en el tiempo perfecto de Dios, una cosecha de gozo eterno.
**Fin.**