**El Dilema de los Impíos: La Historia de Job y la Aparente Prosperidad de los Malvados**
El sol se ocultaba tras las áridas montañas de Uz, tiñendo el cielo de tonos rojizos y dorados, como si el mismo firmamento reflejara la angustia de Job. Sentado sobre el montón de ceniza, con su cuerpo cubierto de llagas y su alma sumida en la confusión, el patriarca alzó su voz una vez más, no en rebeldía, sino en sincero desconcierto ante los caminos de Dios.
Sus amigos—Elifaz, Bildad y Sofar—habían insistido una y otra vez en que el sufrimiento de Job era consecuencia de su pecado. Según ellos, los malvados nunca prosperaban, y la desgracia solo caía sobre aquellos que se apartaban de la justicia divina. Pero Job, con el corazón destrozado y la mente agotada, sabía que la realidad era mucho más compleja.
Con voz firme pero quebrada, Job comenzó a responder:
—Escuchad atentamente mis palabras; dejad que este sea vuestro consuelo. ¿Por qué me juzgáis sin entender? Mirad a vuestro alrededor: los impíos no siempre sufren. Sus casas están en paz, sin temor alguno. Sus rebaños no disminuyen, sus hijos danzan y sus mesas rebosan de manjares. Pasan sus días en alegría y en un instante descienden al Seol.
Job señaló hacia el horizonte, como si pudiera ver las grandes ciudades donde los malvados vivían en opulencia.
—¿Cuántas veces su lámpara no se apaga? ¿Cuántas veces Dios reparte dolores en su ira? ¿Acaso no son como paja llevada por el viento, como tamo que la tormenta arrebata? Decís: ‘Dios reserva castigo para sus hijos’. Pero que Él lo castigue a él, ¡que lo sienta! Que sus ojos vean su propia ruina, que beba de la ira del Todopoderoso. ¿Qué le importa su casa después de él, cuando el número de sus meses es cortado?
El viento susurraba entre las rocas, como si la creación misma escuchara el lamento de Job. Sus amigos callaron, perturbados por la crudeza de sus palabras. Job no negaba la justicia de Dios, pero cuestionaba la simplificación de sus sufrimientos.
—¿Acaso no ven que a unos los lleva la muerte en plena fuerza, seguros y tranquilos? Sus cuerpos están llenos de vigor, y sus huesos, cubiertos de grasa. Otros, en cambio, mueren con amargura en el alma, sin haber probado jamás del bienestar. Yacen juntos en el polvo, y los gusanos los cubren.
Job sabía que la sabiduría humana era limitada. Los malvados a veces prosperaban, y los justos sufrían sin explicación aparente. Pero su fe no se basaba en recompensas terrenales, sino en la soberanía de Aquel cuyos caminos son insondables.
—¿Cómo, pues, me consoláis en vano? Vuestras respuestas no son más que falsedad.
Y así, bajo el cielo estrellado de Uz, Job dejó caer su cabeza entre sus manos, clamando en silencio al único Juez que podía darle sentido a su dolor. Porque aunque no entendía los designios divinos, sabía que, al final, toda boca se callaría ante la majestad del Señor.
Y en el corazón de la noche, una verdad resonaba más fuerte que el viento del desierto: la justicia de Dios no siempre se manifiesta en esta vida, pero llegará el día en que toda lágrima será enjugada, y los secretos de los hombres serán revelados ante el trono del Eterno.