La Gloria del Templo de Salomón (Note: 48 characters, within the 100-character limit, no symbols or quotes, and captures the essence of the story.)
**El Esplendor del Templo de Salomón**
En el año cuatrocientos ochenta después de que los hijos de Israel salieron de Egipto, en el cuarto año del reinado de Salomón sobre Israel, en el mes de Ziv, que es el segundo mes del año, el rey Salomón comenzó a edificar la casa del Señor. Era un tiempo de paz y prosperidad, donde la mano de Dios se movía sobre Jerusalén, y el pueblo, unido bajo el cetro de su sabio rey, anhelaba ver el lugar donde moraría la gloria del Altísimo.
El monte Moriá, donde siglos atrás Abraham había ofrecido a Isaac en obediencia, resonaba ahora con el sonido de cinceles y martillos. Miles de obreros, bajo la dirección de hábiles maestros de obras enviados por Hiram, rey de Tiro, trabajaban incansablemente. La madera de cedro, traída desde el Líbano, flotaba en balsas por el mar hasta Jope, y desde allí era transportada en caravanas hasta Jerusalén. Las piedras, talladas con precisión en las canteras, eran colocadas en silencio, sin que se oyera golpe de herramienta alguna dentro del recinto sagrado.
El diseño del templo era majestuoso. Sesenta codos de largo, veinte de ancho y treinta de alto. Un pórtico se extendía frente al lugar santo, adornado con columnas de bronce llamadas Jaquín y Boaz, símbolos de la fuerza y estabilidad que Dios otorgaba a su pueblo. Las paredes interiores estaban revestidas de cedro tallado con figuras de querubines, palmeras y flores abiertas, todo cubierto de oro purísimo que reflejaba la luz de las lámparas como si el mismo cielo habitara entre aquellos muros.
El lugar santísimo, un cubo perfecto de veinte codos, albergaba el arca del pacto, custodiada por dos querubines gigantescos, cuyas alas extendidas tocaban las paredes mientras sus rostros se inclinaban reverentes hacia el propiciatorio. El oro batido que los cubría brillaba con un fulgor sobrenatural, recordando a todos que este era el lugar donde Dios se encontraría con su pueblo.
Salomón, vestido con ropas reales pero con el corazón humilde, supervisaba cada detalle. Sabía que este templo no era solo un monumento a la riqueza de Israel, sino un recordatorio de la promesa divina: *»Si andas en mis estatutos y cumples mis decretos, yo habitaré en medio de ti»*. Por años, el tabernáculo móvil había sido el símbolo de la presencia de Dios, pero ahora, en la plenitud de los tiempos, el Señor establecía su morada en medio de Jerusalén.
Alrededor del templo, se construyeron cámaras laterales para los sacerdotes, y el atrio exterior se llenaba cada mañana con el aroma de los sacrificios. El sonido de los levitas cantando salmos se mezclaba con el murmullo de las oraciones, mientras el humo del incienso ascendía como aroma grato ante el trono del Eterno.
Después de siete años de labor consagrada, el templo fue terminado. Cada piedra, cada tallado, cada hoja de oro reflejaba la devoción de un pueblo que anhelaba honrar a su Dios. Y cuando Salomón, de pie ante el altar, alzó sus manos para bendecir al pueblo, una nube de gloria llenó la casa, tan densa que los sacerdotes no podían permanecer en pie. Era la shekiná, la presencia tangible del Dios de Israel, confirmando que este lugar, construido por manos humanas pero inspirado por el Espíritu divino, sería por siempre el centro de su pacto con la descendencia de Abraham.
Así, en medio de cantos y sacrificios, el templo de Salomón se alzó como testimonio eterno de que el Señor es fiel, y que su misericordia permanece para siempre con aquellos que caminan en sus caminos.