Biblia Sagrada

La Fiesta de la Liberación en Deuteronomio 16 (99 caracteres)

**La Fiesta de la Liberación: Una Historia Basada en Deuteronomio 16**

El sol comenzaba a descender sobre las colinas de Canaán, tiñendo el cielo de tonos dorados y púrpuras. Era el mes de Abib, el tiempo señalado por el Señor para recordar la liberación de Israel de la esclavitud en Egipto. En una aldea cercana a Silo, donde el Tabernáculo había sido establecido, las familias se preparaban para celebrar la Pascua, tal como Moisés había ordenado en nombre de Yahvé.

Entre ellos estaba Eleazar, un hombre de cabello plateado y manos callosas, que había visto los milagros del desierto. Junto a su esposa, Débora, y sus tres hijos, preparaban el cordero sin defecto que habían apartado semanas atrás. «Recordad», decía Eleazar a sus hijos mientras ataban al animal, «este cordero es como el que nuestros padres sacrificaron en Egipto, cuya sangre en los dinteles nos salvó del ángel destructor».

El aire se llenaba del aroma de hierbas amargas y panes sin levadura, preparados apresuradamente, como en la noche de la huida. Los vecinos se reunían, compartiendo historias de cómo el Señor los había guiado con columna de fuego y nube. Los niños, con ojos brillantes, escuchaban mientras los ancianos narraban las plagas, el cruce del Mar Rojo y el maná del cielo.

Al llegar la noche, las familias se congregaron en el patio central de la aldea. El sacerdote de Silo, revestido con su efod blanco y el pectoral, levantó sus manos y proclamó: «Bendito seas, oh Señor, que nos sacaste de Egipto con mano poderosa. Hoy celebramos tu misericordia». El cordero fue asado al fuego, y todos compartieron la comida sagrada, inclinándose en gratitud.

Pero la celebración no terminaba ahí. Siete semanas después, cuando los primeros frutos de la cosecha de trigo maduraban, el pueblo volvió a reunirse para la Fiesta de las Semanas. Las cestas se llenaban de las primicias: granadas, higos, y espigas doradas. «Nada de esto era posible en Egipto», susurraba Débora al ver la abundancia. «El Señor nos dio una tierra que mana leche y miel».

Finalmente, al llegar el otoño, las viñas estaban repletas, y llegaba la Fiesta de los Tabernáculos. Por siete días, las familias construyeron cabañas con ramas de olivo y palmera, recordando cómo sus antepasados habitaron en tiendas en el desierto. Risas y cantos llenaban el aire mientras compartían comidas con los levitas, los huérfanos y las viudas, cumpliendo el mandato: «Y estarás verdaderamente alegre delante de Yahvé» (Deuteronomio 16:11).

En el último día, Eleazar se puso de pie frente a la asamblea. «No olvidemos», dijo con voz firme, «que estas fiestas no son solo ritos, sino recordatorios. Dios nos liberó, nos sustentó y nos trajo a esta tierra. Que nuestras generaciones futuras nunca dejen de contar su fidelidad».

Y así, bajo las estrellas que brillaban como promesas, el pueblo de Israel renovó su pacto, agradecido por el pasado y esperanzado en el futuro que el Señor había preparado. Porque en cada fiesta, en cada sacrificio, en cada risa compartida, vivía la memoria de un Dios que camina con su pueblo.

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