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**La Victoria en Cristo**
El sol comenzaba a ascender sobre las colinas de Roma, bañando las estrechas calles de la ciudad con una luz dorada. En una humilde casa cerca del mercado, un grupo de creyentes se reunía en secreto. Las persecuciones bajo el emperador Nerón eran cada vez más crueles, pero su fe no flaqueaba. Entre ellos estaba Marcos, un hombre de cabello canoso y ojos llenos de paz, quien sostenía en sus manos un pergamino con las palabras del apóstol Pablo.
—Hermanos —comenzó Marcos con voz firme—, escuchemos las palabras que el Espíritu nos ha dado por medio de nuestro hermano Pablo.
Y comenzó a leer: *»Por lo tanto, ya no hay ninguna condenación para los que están unidos a Cristo Jesús»* (Romanos 8:1).
Un suspiro de alivio recorrió la habitación. Entre los presentes estaba Lidia, una mujer joven cuyo esposo había sido llevado por los soldados romanos por negarse a adorar al César. Sus mejillas estaban húmedas, pero al escuchar esas palabras, una sonrisa tímida asomó en su rostro.
—¿De verdad es posible? —murmuró—. ¿Que ni siquiera la muerte pueda separarnos del amor de Cristo?
Marcos asintió con solemnidad.
—Así es, hermana. Porque la ley del Espíritu de vida nos ha liberado de la ley del pecado y de la muerte.
Mientras continuaba leyendo, describiendo cómo el Espíritu nos guía y nos da fuerzas en nuestra debilidad, los corazones de los creyentes se llenaban de una certeza sobrenatural. Aunque afuera el mundo parecía desmoronarse, dentro de aquella casa reinaba una paz indescriptible.
—El Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos que no pueden expresarse con palabras —explicó Marcos—. Y Dios, que escudriña los corazones, conoce la mente del Espíritu.
Un anciano llamado Eleazar, que había visto muchas tempestades en su vida, levantó sus manos temblorosas.
—Entonces, aunque no sepamos cómo orar, el Espíritu ora por nosotros. ¡Qué consuelo!
Marcos sonrió y continuó leyendo: *»Y sabemos que a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien»* (Romanos 8:28).
Lidia cerró los ojos, imaginando a su esposo en las mazmorras, pero ahora con una nueva esperanza. Si Dios estaba obrando incluso en aquel sufrimiento, entonces su dolor no era en vano.
—Nada —proclamó Marcos con voz resonante—, *»ni la vida, ni la muerte, ni lo presente, ni lo porvenir, ni los poderes, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios que es en Cristo Jesús, Señor nuestro»* (Romanos 8:38-39).
Al terminar, un silencio sagrado llenó el lugar. Los creyentes se miraron unos a otros, sus rostros iluminados por una fe inquebrantable. Sabían que, aunque la persecución arreciara, aunque el mundo se levantara contra ellos, eran más que vencedores por medio de Aquel que los amó.
Y así, con corazones fortalecidos, salieron de aquel lugar, no como víctimas, sino como testigos del amor eterno de Dios, dispuestos a vivir—o morir—para Su gloria.