Biblia Sagrada

El Juicio de Dios sobre Samaria y Judá en los días de Miqueas (96 caracteres)

**El Juicio de Dios sobre Samaria y Judá**

En los días en que los reinos de Israel y Judá se habían apartado del Señor, sumergidos en la idolatría y la injusticia, la palabra de Dios vino a Miqueas, el profeta de Moreset, un pequeño pueblo en las tierras bajas de Judá. Era un hombre de rostro severo, vestido con sencillez, pero sus ojos ardían con el fuego de la revelación divina.

El Señor le habló con voz solemne:

*»Escuchen, todos los pueblos; presten atención, tierra y todo lo que hay en ti. Que el Señor Dios sea testigo contra ustedes, el Señor desde su santo templo.»*

Miqueas sintió el peso de esas palabras, como un trueno que resonaba en lo más profundo de su ser. Sabía que el juicio de Dios estaba por caer sobre Samaria, la capital del reino del norte, y sobre Jerusalén, la ciudad santa de Judá.

**La Caída de Samaria**

Con pasos firmes, Miqueas ascendió a una colina cercana a su aldea, desde donde podía ver, en su espíritu, la grandeza corrupta de Samaria. La ciudad, construida con lujos y riquezas mal habidas, se alzaba como un monumento al pecado. Sus muros, adornados con ídolos de plata y oro, brillaban bajo el sol, pero su esplendor era una afrenta al Dios verdadero.

*»Porque he aquí, el Señor sale de su lugar; descenderá y hollará las alturas de la tierra. Y los montes se derretirán debajo de él, y los valles se hendirán como cera delante del fuego.»*

Miqueas vio en visión cómo el Altísimo descendía como un guerrero poderoso, pisando con furia las tierras de Israel. Samaria, orgullosa y segura en su fortaleza, sería arrasada. Sus ídolos serían reducidos a polvo, sus riquezas saqueadas por invasores crueles. El profeta lloró al imaginar el destino de aquella ciudad que había despreciado la ley de Dios.

*»Haré de Samaria un montón de ruinas en el campo, un lugar para plantar viñas. Derramaré sus piedras en el valle y descubriré sus cimientos.»*

**El Lamento por Judá**

Pero el juicio no se limitaría al reino del norte. Miqueas volvió su mirada hacia Jerusalén, donde el pecado también había echado raíces. Los líderes de Judá oprimían a los pobres, los jueces aceptaban sobornos, y los sacerdotes enseñaban por dinero. La corrupción había contaminado incluso el lugar donde Dios había puesto su nombre.

*»Porque su herida es incurable; ha llegado hasta Judá, ha tocado la puerta de mi pueblo, hasta Jerusalén.»*

El profeta sintió un dolor agudo en su corazón. Sabía que el castigo sería terrible. Los ejércitos enemigos avanzarían como un torrente, arrasando ciudades y aldeas. Las madres llorarían por sus hijos, los hombres caerían en batalla, y los nobles serían humillados.

Miqueas se rasgó las vestiduras y se cubrió de ceniza, como señal de duelo. Recorrió las calles de las ciudades de Judá, anunciando el desastre que se avecinaba.

*»No se jacten en Gat, no lloren en Acó. Revuélquense en el polvo, habitantes de Safir. Los moradores de Zaanán no saldrán. El lamento de Bet-ha Ezel les quitará su refugio.»*

Una a una, Miqueas mencionó las ciudades que sufrirían, mostrando que ninguna escaparía al juicio divino. Hasta los pueblos más pequeños sentirían el peso de la ira de Dios.

**La Esperanza en Medio del Juicio**

Aunque el mensaje era de condenación, Miqueas no dejó de recordar que el Señor era misericordioso. Entre las palabras de destrucción, había un llamado al arrepentimiento.

*»Por esto lamentaré y aullaré, andaré despojado y desnudo; haré lamentación como de chacales, y duelo como de avestruces.»*

El profeta mismo se convirtió en un símbolo viviente del dolor que debía llevar el pueblo si quería volver a Dios. Su vida era un llamado a la humillación, a reconocer el pecado y buscar el perdón.

Y aunque la oscuridad parecía envolver todo, Miqueas sabía que más allá del juicio, Dios restauraría a su pueblo. Porque el Señor no abandona para siempre a los que ama.

Así terminó su mensaje, con un gemido que resonó en los corazones de los que aún temían al Señor:

*»Porque esto no tiene cura; ha llegado hasta Judá, ha tocado hasta la puerta de mi pueblo, hasta Jerusalén.»*

Pero en el silencio que siguió, quedaba la esperanza de que, tal vez, si se volvían de todo corazón, Dios tendría misericordia.

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