Biblia Sagrada

El Asedio de Jerusalén y el Juicio de Dios (99 caracteres)

**El Asedio de Jerusalén y la Palabra de Jehová**

En los días del reinado de Sedequías, rey de Judá, la ciudad de Jerusalén se encontraba en un estado de angustia y temor. Nabucodonosor, el poderoso rey de Babilonia, había levantado su ejército contra la ciudad santa, rodeándola con carros de guerra, catapultas y legiones de soldados sedientos de conquista. El estruendo de las armaduras resonaba en los valles cercanos, y el humo de los campamentos enemigos oscurecía el horizonte.

Sedequías, temblando ante la inminente destrucción, envió a dos de sus oficiales más confiados, Pasur y Sofonías, al profeta Jeremías. Con rostros demacrados por el ayuno y las noches sin dormir, se presentaron ante el hombre de Dios y le suplicaron:

—¡Intercede por nosotros ante Jehová! Quizá Él haga por nosotros según todas sus maravillas, y haga retirar a Nabucodonosor y a su ejército de nuestras puertas.

Jeremías, cuyo corazón ya llevaba el peso de las palabras duras que Jehová le había revelado, los miró con tristeza. Sabía que el juicio divino no podía ser detenido, pues el pueblo había persistido en su rebelión contra el Señor.

Al tercer día, el profeta volvió a reunirse con los mensajeros del rey y les declaró con voz solemne:

—Así dice Jehová, Dios de Israel: ‘He aquí, yo haré volver atrás las armas de guerra que están en vuestras manos, con las cuales vosotros peleáis contra el rey de Babilonia y contra los caldeos que os tienen sitiados fuera de la muralla, y las recogeré en medio de esta ciudad. Yo misma pelearé contra vosotros con mano extendida y con brazo fuerte, con enojo, con furor y con gran indignación. Heriré a los moradores de esta ciudad, tanto a los hombres como a los animales; de gran pestilencia morirán.’

Los rostros de los enviados palidecieron al escuchar semejante declaración. Jeremías continuó, señalando hacia las puertas de la ciudad donde los babilonios esperaban:

—Después de esto —dice Jehová—, entregaré a Sedequías, rey de Judá, a sus siervos y al pueblo que aún quede vivo en esta ciudad, después de la pestilencia, de la espada y del hambre, en mano de Nabucodonosor, rey de Babilonia, en mano de sus enemigos y en mano de los que buscan su vida. Él los herirá a filo de espada; no les tendrá compasión, ni perdonará, ni tendrá misericordia.’

El profeta respiró hondo antes de pronunciar las últimas palabras, dirigidas no solo al rey, sino a todo el pueblo:

—Y a este pueblo le diréis: ‘Así dice Jehová: He aquí pongo delante de vosotros camino de vida y camino de muerte. El que se quede en esta ciudad morirá por la espada, por el hambre o por la pestilencia; pero el que salga y se rinda a los caldeos que os sitian, vivirá y tendrá su vida como botín de guerra. Porque yo he puesto mi rostro contra esta ciudad para mal y no para bien, dice Jehová. En manos del rey de Babilonia será entregada, y la quemará a fuego.’

Al oír esto, los mensajeros regresaron al palacio real con el corazón encogido. Sedequías, al escuchar el mensaje, se negó a aceptar la voluntad de Dios. En vez de humillarse, endureció su corazón, confiando en sus murallas y en falsos profetas que le prometían paz.

Mientras tanto, Jeremías lloraba en secreto por la ciudad que amaba, sabiendo que su destrucción era inevitable. Las calles de Jerusalén, otrora llenas de risas y cantos de alabanza, ahora resonaban con lamentos. Las madres abrazaban a sus hijos, temiendo el día en que los babilonios atravesaran las puertas.

Y así, como Jehová lo había declarado, llegó el día del juicio. Las murallas cayeron, el fuego devoró los palacios, y los que sobrevivieron fueron llevados cautivos a tierras lejanas. Solo un remanente creyó en la palabra del profeta y se rindió, salvando así sus vidas.

En medio de la calamidad, la justicia y la misericordia de Dios se revelaron: Él había dado una oportunidad de vida, pero el orgullo de los gobernantes los llevó a la ruina. Jeremías, aunque afligido, sabía que incluso en el castigo, el propósito de Jehová era traer redención. Porque más allá del exilio, había una promesa: un futuro y una esperanza (Jeremías 29:11), pero primero, el pueblo debía aprender que solo en la obediencia y la humildad hay salvación.

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