**El Banquete del Rey**
En los días del rey Ezequías, cuando Judá se encontraba en un tiempo de incertidumbre, el profeta Isaías recibió una palabra del Señor, una invitación que resonaría por generaciones. Era un mensaje de gracia, un llamado a un banquete que no se podía rechazar.
El sol ardiente de Jerusalén caía sobre las calles polvorientas mientras Isaías, con su túnica de pelo de camello, se paraba frente a las puertas de la ciudad. Su voz, grave pero llena de autoridad, se elevaba por encima del murmullo del mercado:
—¡Escuchen, todos los sedientos! ¡Vengan a las aguas! Y los que no tienen dinero, vengan, compren y coman. ¡Vengan, compren vino y leche sin dinero y sin costo alguno!
Entre la multitud, un hombre llamado Obed, cuyos vestidos estaban rotos y cuyo rostro reflejaba años de hambre, alzó la vista con incredulidad.
—¿Cómo podemos comprar sin dinero? —preguntó, su voz temblorosa.
Isaías se volvió hacia él, sus ojos llenos de compasión.
—¿Por qué gastan dinero en lo que no es pan, y su salario en lo que no sacia? —respondió—. Escúchenme atentamente, y coman lo que es bueno, y su alma se deleitará en la abundancia.
Obed miró sus manos vacías, acostumbrado a trabajar sin fruto, a luchar por migajas. Pero las palabras del profeta eran como un río en el desierto.
Mientras tanto, en las afueras de la ciudad, una mujer llamada Lea, cuya hija estaba enferma, escuchó el eco de la proclamación. Con lágrimas en los ojos, cargó a su pequeña y se unió a los que se acercaban al profeta.
—¿Es verdad que hay esperanza para nosotras? —preguntó.
Isaías extendió sus manos hacia ella.
—Inclinen su oído y vengan a mí; escuchen, y vivirá su alma. Haré con ustedes un pacto eterno: las misericordias firmes prometidas a David.
La multitud comenzó a murmurar. Algunos recordaban las promesas antiguas, los días en que Dios había guiado a su pueblo como un pastor. Otros, escépticos, fruncían el ceño.
—¿Cómo puede darnos un banquete si ni siquiera tenemos trigo en nuestros graneros? —preguntó un mercader.
Isaías no se inmutó.
—Mis caminos no son sus caminos, ni mis pensamientos son sus pensamientos —declaró—. Como los cielos son más altos que la tierra, así son mis caminos más altos que los suyos, y mis pensamientos más que los suyos.
El viento sopló, llevando consigo el aroma de pan recién horneado, aunque nadie cocinaba cerca. Era como si el cielo mismo estuviera preparando una mesa frente a ellos.
—Como la lluvia y la nieve descienden del cielo y no vuelven allá sin regar la tierra, haciéndola germinar y producir, dando semilla al sembrador y pan al que come —continuó Isaías—, así será mi palabra que sale de mi boca: no volverá a mí vacía, sino que hará lo que yo deseo y cumplirá con mis propósitos.
Obed, el hombre hambriento, sintió algo que no había experimentado en años: esperanza.
—Entonces… ¿Dios nos alimentará?
Isaías asintió.
—Con gozo saldrán, y serán guiados en paz. Los montes y las colinas prorrumpirán en cánticos delante de ustedes, y todos los árboles del campo batirán palmas.
Lea abrazó a su hija, imaginando un futuro donde el dolor ya no existiera. El mercader, aunque dubitativo, guardó silencio.
Y así, en medio de un pueblo que había olvidado la bondad de Dios, la invitación quedó extendida: un banquete no de manjares perecederos, sino de gracia imperecedera. Una promesa de que, aunque la tierra fallara, el Señor nunca lo haría.
Porque su palabra era eterna, y su misericordia, más duradera que los montes.