**La Audiencia ante Festo y el Llamado de Pablo al César**
El gobernador Porcio Festo había llegado a Cesarea para asumir el cargo que dejara Félix. Era un hombre de porte severo, con ojos penetrantes y una expresión que denotaba la firmeza de Roma en su rostro. Apenas tres días después de su llegada, decidió subir desde Cesarea a Jerusalén para familiarizarse con los asuntos de la provincia. Allí, los principales sacerdotes y los líderes judíos no tardaron en presentarse ante él, rodeándolo con gestos solemnes y palabras cuidadosamente medidas.
—Excelentísimo Festo —comenzó uno de ellos, inclinando la cabeza con falsa reverencia—, te rogamos que nos concedas un favor en nombre de la justicia.
Festo, con las manos entrelazadas sobre la mesa, los observó con atención.
—Hablad —respondió con voz firme.
—Hay un hombre llamado Pablo —continuó otro, con los ojos brillando de resentimiento—, quien fue dejado preso por Félix. Es un perturbador que siembra discordia entre todos los judíos del mundo. Es cabecilla de la secta de los nazarenos y hasta intentó profanar el templo.
Las palabras cayeron como piedras en un estanque, provocando murmullos entre los presentes. Festo, sin embargo, no se dejó impresionar tan fácilmente. Había aprendido que en Judea, las acusaciones solían esconder intereses más profundos.
—¿Dónde está este hombre? —preguntó con calma.
—En Cesarea —respondieron—. Pero te pedimos que lo traigas aquí a Jerusalén para juzgarlo.
Lo que no dijeron, pero que Festo intuyó, era que planeaban tenderle una emboscada a Pablo en el camino. El gobernador, con astucia romana, negó la petición.
—Pablo permanecerá en Cesarea —declaró—, y yo mismo partiré pronto hacia allá. Que aquellos de vosotros que tengan autoridad vengan conmigo y presenten sus acusaciones, si es que este hombre ha hecho algo malo.
—
Pocos días después, Festo regresó a Cesarea. Al día siguiente de su llegada, tomó asiento en el tribunal, un imponente salón con columnas de mármol donde resonaban los pasos de los guardias. Pablo fue traído ante él, encadenado pero con la cabeza erguida. A su alrededor, los judíos que habían bajado desde Jerusalén se agolpaban, lanzando miradas cargadas de odio.
Festo alzó la mano para imponer silencio.
—Pablo —dijo—, estos hombres te acusan. ¿Qué respondes?
Pablo, con voz serena pero firme, comenzó su defensa:
—Yo no he pecado ni contra la ley de los judíos, ni contra el templo, ni contra el César.
Festo, deseando ganarse el favor de los judíos, miró a Pablo y preguntó:
—¿Estás dispuesto a subir a Jerusalén y ser juzgado allí ante mí sobre estas acusaciones?
Pablo sabía que en Jerusalén no tendría esperanza de un juicio justo. Respiró hondo y, con una convicción que resonó en toda la sala, declaró:
—¡Estoy ante el tribunal del César, donde debo ser juzgado! No he hecho ningún agravio a los judíos, como tú bien sabes. Si soy culpable de algo digno de muerte, no rehúso morir. Pero si estas acusaciones son falsas, nadie puede entregarme a ellos. ¡Apelo al César!
Un murmullo recorrió la sala. Festo, sorprendido, se inclinó hacia los asesores que lo acompañaban y habló en voz baja. Después de un momento, se volvió hacia Pablo.
—¿Has apelado al César? Pues al César irás.
—
Días más tarde, el rey Agripa y su hermana Berenice llegaron a Cesarea para saludar a Festo. Durante su visita, el gobernador les habló del caso de Pablo.
—Hay aquí un hombre —explicó Festo— que dejó preso Félix. Cuando estuve en Jerusalén, los principales sacerdotes y los ancianos de los judíos presentaron acusaciones contra él, pidiendo su condena. Pero les dije que los romanos no acostumbran entregar a ningún hombre sin antes darle la oportunidad de defenderse. Así que lo trajeron aquí, y yo lo juzgué sin demora. Sin embargo, encontré que las acusaciones eran sobre cuestiones de su ley, nada digno de muerte o prisión. Pero como él apeló al César, decidí enviarlo.
Agripa, intrigado, respondió:
—Yo mismo quisiera oír a ese hombre.
Festo asintió.
—Mañana lo oirás.
Al día siguiente, Agripa y Berenice entraron en la sala de audiencias con gran pompa, acompañados de altos oficiales y hombres prominentes de la ciudad. Pablo fue traído, y Festo declaró:
—Rey Agripa, y todos los aquí presentes, veis a este hombre sobre quien toda la multitud de judíos me ha demandado, tanto en Jerusalén como aquí, gritando que no debe vivir más. Pero yo no he encontrado en él nada digno de muerte. Sin embargo, como él apeló al César, he decidido enviarlo. Pero no tengo nada claro qué escribir al emperador, por lo que lo he traído ante ti, oh rey, para que después de esta audiencia tenga algo que informar.
Agripa miró a Pablo con curiosidad y dijo:
—Se te permite hablar por ti mismo.
Pablo, entonces, alzó sus cadenas con dignidad y comenzó a relatar su historia, su encuentro con Cristo en el camino a Damasco, y cómo había sido llamado a predicar a los gentiles. Pero esa, es otra historia…
Y así, ante reyes y gobernadores, la palabra de Dios seguía avanzando, sin que cadenas ni conspiraciones pudieran detenerla.