Biblia Sagrada

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**La Promesa del Consolador**

El aire en el aposento alto era denso, cargado no solo con el aroma del pan recién partido y el vino derramado, sino también con el peso de las palabras que Jesús había compartido con sus discípulos. Las lámparas de aceite proyectaban sombras temblorosas sobre las paredes, mientras los corazones de los hombres sentados alrededor de la mesa se agitaban entre la confusión y el temor. Judas (no el Iscariote) había sido el primero en romper el silencio después de que Jesús anunciara que pronto se iría.

—Señor —preguntó con voz quebrada—, ¿por qué quieres manifestarte solo a nosotros y no al mundo?

Jesús, cuyos ojos reflejaban una paz que trascendía la comprensión humana, alzó ligeramente la mano antes de responder.

—El que me ama, guardará mi palabra —dijo con firmeza, pero sin dureza—. Y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él.

Tomás, siempre el pragmático, frunció el ceño.

—Señor, no sabemos a dónde vas. ¿Cómo podemos conocer el camino?

Jesús se volvió hacia él, y en ese momento, una luz dorada de la lámpara más cercana iluminó su rostro, acentuando la certeza en sus palabras.

—Yo soy el camino, la verdad y la vida —declaró—. Nadie viene al Padre sino por mí.

Felipe, impulsivo como siempre, no pudo contenerse.

—¡Muéstranos al Padre, y nos basta!

Una sonrisa triste pero amorosa se dibujó en los labios de Jesús.

—Felipe, ¿tanto tiempo hace que estoy con vosotros, y no me has conocido? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre. ¿Cómo, pues, dices: «Muéstranos al Padre»?

Los discípulos bajaron la mirada, avergonzados. El Maestro continuó, su voz fluyendo como un río de consuelo.

—Creedme que yo soy en el Padre, y el Padre en mí. De otra manera, creedme por las mismas obras.

El ambiente se llenó de un silencio reverente. Pedro, normalmente tan fogoso, permanecía callado, reflexionando. Era como si cada palabra de Jesús grabara una verdad eterna en sus corazones.

Entonces, el Señor continuó, su tono ahora más íntimo, como un padre que prepara a sus hijos para una partida inevitable.

—Y yo rogaré al Padre, y os dará otro Consolador, para que esté con vosotros para siempre: el Espíritu de verdad, al cual el mundo no puede recibir, porque no le ve ni le conoce; pero vosotros le conocéis, porque mora con vosotros y estará en vosotros.

Los ojos de Juan brillaron con lágrimas apenas contenidas.

—No os dejaré huérfanos —prosiguió Jesús—; vendré a vosotros.

El peso de la promesa descendió sobre ellos como un manto de esperanza. Aunque la oscuridad de la noche se cernía fuera de aquellas paredes, dentro, una luz imperecedera comenzaba a brillar en sus almas.

—El que tiene mis mandamientos y los guarda, ese es el que me ama —añadió Jesús—. Y el que me ama, será amado por mi Padre, y yo le amaré y me manifestaré a él.

Judas volvió a interrumpir, esta vez con voz temblorosa.

—Señor, ¿cómo es que te manifestarás a nosotros y no al mundo?

Jesús asintió lentamente, como si hubiera estado esperando esa pregunta.

—Si alguno me ama, guardará mi palabra; y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos nuestra casa con él. El que no me ama, no guarda mis palabras.

Las palabras resonaron en el aire como un eco divino. Cada sílaba era una semilla plantada en el suelo fértil de sus corazones, lista para florecer en el tiempo designado.

—La paz os dejo, mi paz os doy —concluyó Jesús, extendiendo sus manos sobre ellos como una bendición tangible—. No como el mundo la da, yo os la doy. No se turbe vuestro corazón ni tenga miedo.

Y así, en aquel aposento alto, rodeado de hombres imperfectos pero amados, Jesús tejió el consuelo eterno en el tejido de sus almas. Aunque la cruz esperaba a la vuelta del camino, también lo hacía la promesa de una presencia que jamás los abandonaría. El Espíritu Santo, el Consolador, sería su guía, su verdad y su paz.

Y esa noche, aunque no lo entendían todo, aprendieron a confiar. Porque las palabras de Jesús no eran solo promesas. Eran vida.

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